El forjador de la saga, John Davison Rockefeller, nació en 1839 en Richford (New York), en el seno de una familia descendiente de inmigrantes judío-alemanes llegados a Estados Unidos en 1733.
Durante sus modestos inicios como contable de la firma Hewit and Tuttle, el joven John Davison emprendió la redacción de una especie de diario económico al que tituló Libro Mayor A. Aquel curioso registro, que todavía se conserva actualmente, y las anotaciones contenidas en su libro autobiográfico "Random Reminiscences", ofrecen un esbozo magistral de su personalidad, en la que se combinaban, a partes iguales y en una suerte de simbiosis perfecta, la austera cicatería del buhonero y la ambición ilimitada del empresario predador. Y como se comprenderá, un hombre adornado de tales cualidades, y de otras que iremos viendo, estaba irremisiblemente abocado al éxito económico.
En 1858 abandonó su primer empleo para asociarse con un negociante inglés llamado Maurice Clark, con quien fundó la compañía Clark and Rockefeller. A la habilidad para los negocios del joven Rockefeller vino a sumarse muy pronto un acontecimiento crucial: la guerra de Secesión. Tal suceso multiplicó los pedidos y el volumen comercial de la firma, aunque ése no fue más que el primer capítulo de su dilatada carrera empresarial. El segundo y más importante comenzaría el 10 de enero de 1870, cuando, después de una experiencia de varios años en el sector petrolífero, fundara ya en solitario la Standard Oil.
A partir de ese momento se inició una ascensión imparable que acabaría desembocando en el dominio prácticamente absoluto del trust Rockefeller en la industria del petróleo. Por el camino quedaron sus competidores y un largo rosario de artimañas, extorsiones, sobornos e irregularidades de toda índole. Nada, por otra parte, que no fuera la propia lógica del capitalismo llevada a sus naturales consecuencias. Desde entonces, la jaculatoria preferida del fundador de la dinastía sería "Dios bendiga a la Standard Oil", y la divisa de su imperio económico, perpetuada en el tiempo por sus descendientes, dice así: "Por el bien de la Humanidad".
Entre las prácticas habituales de la Standard Oil figuraban los sobornos a los empleados de otras compañías, las coacciones a los clientes de sus competidores, amenazándoles para que cancelasen sus pedidos, y la compra de parlamentarios, mediante la cual paralizó en numerosas ocasiones diversas proyectos legales tendentes a poner coto a sus desmanes. A todo esto se añadiría la extraordinaria complejidad jurídica de su estructura, lo que, unido a la absoluta laxitud e inoperancia de las leyes federales antimonopolísticas, garantizaba a la Standard una amplia impunidad. Tanto es así que, desde su creación en 1870, la Standard pasó de una producción inicial equivalente al 4% del mercado petrolífero americano, al control en 1876 del 95% de dicho mercado. En el corto espacio de seis años la compañía de Rockefeller había laminado o absorbido prácticamente a todos sus competidores.
Las innumerables tropelías perpetradas por la Standard se fueron acumulando con los años en forma de otras tantas demandas legales interpuestas por sus víctimas, a las que se añadieron las de diversos Estados de la Unión. Huelga decir que sin ningún resultado satisfactorio para los querellantes. Pero en 1907 un juez encontró a la Compañía culpable de 1.642 casos de extorsión, condenándola por ello al pago de indemnizaciones por valor de 29.240.000 dólares. Cuando John Davison Rockefeller tuvo noticia del fallo, comentó sin inmutarse: "El juez Landis estará muerto mucho antes de que hayamos saldado esa deuda". El magnate americano, que conocía muy bien el terreno que pisaba, no se equivocó. Aquella resolución condenatoria sería anulada en recurso años después.
Con el transcurso del tiempo, el nivel de organización y eficacia del Trust se iría ampliando de acuerdo con las exigencias del capitalismo en expansión. Una de las innovaciones más provechosas para la firma fue adoptada por el primogénito del fundador, John Davison Rockefeller junior, quien, a raíz de su matrimonio con Abby Greene Aldrich, había entroncado con una de las más rancias familias de la oligarquía pilgrim. En 1923, Junior incorporó al trust familiar una nueva categoría de colaboradores: los asociados, una especie de consultores con rango oficial que en poco tiempo conformaron una amplia red de influencia cuyas ramificaciones abarcaban todos los sectores de la sociedad norteamericana. Además de velar por los intereses de la casa Rockefeller, uno de los más importantes cometidos de sus asociados consistía en contactar con personas bien situadas y relacionadas e incorporarlas a la firma, extendiendo así el peso y la influencia de ésta. Sin embargo, las bazas más importantes en lo tocante a la consolidación y la expansión del Trust fueron, sin ninguna duda, su implantación en el ámbito bancario, y sus inversiones filantrópicas.
En 1911, John D. Rockefeller adquirió un grueso paquete de participaciones de la Equitable Trust Company, convirtiéndose así en su accionista mayoritario. Nueve años después esa entidad financiera manejaba ya un volumen de depósitos superior a los 250 millones de dólares y se había situado en el octavo lugar del escalafón bancario estadounidense. El siguiente paso tuvo lugar en 1930, cuando John Davison Junior ultimó la fusión de la Equitable Trust Company con el Chase National Bank, que pasó a convertirse de ese modo en el mayor banco del país. No habían transcurrido aún tres años desde la fusión cuando el clan Rockefeller lograba situar a uno de sus miembros (Winthrop Aldrich) en la presidencia del Consejo de Administración de la entidad. El proceso de consolidación finaciera culminaría finalmente en 1955, con la fusión del Chase Natinal Bank y el Bank of the Manhattan Company, ligado al grupo Warburg, fusión de la que resultó el Chase Manhattan Bank, presidido desde 1969 por David Rockefeller, nieto del fundador de la dinastía y cabeza de la misma en la actualidad.
No será difícil advertir que la conformación de esos mastodónticos conglomerados económicos, que no ha hecho sino acentuarse con el transcurso del tiempo, contradice frontalmente las cacareadas reglamentaciones antitrust, así como el no menos vociferado sofisma del libre mercado, conceptos que no son en la práctica más que entelequias propagandísticas, como los hechos demuestran hasta la saciedad.
Por lo que se refiere a la evolución del trust Rockefeller, pueden mencionarse dos simulacros jurídicos de impedimento a sus prácticas monopolísticas, que se saldaron, como no podía ser de otra forma, con sendos fiascos. Considerando cuál es la dinámica propia y connatural del sistema capitalista, esperar otra cosa habría sido absurdo.
El primero de tales intentos tuvo lugar en 1887, a raíz de una resolución adoptada por el Congreso (Inter State Commerce Act) en contra de los consorcios comerciales interestatales y de las rebajas discriminatorias practicadas por las compañías ferroviarias en favor de los grandes trusts. La Standard Oil, que vulneraba dichas disposiciones, fue emplazada ante los Tribunales y condenada en juicio a su disolución. Pero la sentencia no fue ejecutada.
Poco después, en 1889, el Estado de Ohio demandaba de nuevo a la Standard, apoyándose en una ley que prohibía toda asociación económica cuya red comercial se extendiese por varios Estados de la Unión. El fallo de los Tribunales volvió a ser condenatorio, conminando a los responsables de la Compañía a disolverla. Como respuesta, John D. Rockefeller, que en esa ocasión simuló acatar formalmente la resolución judicial, estableció con los administradores y fideicomisarios de sus empresas un "gentlement agreement", es decir, un acuerdo tácito entre "hombres de honor" por medio del cual se mantuvo de facto la vinculación orgánica de todas las compañías del Trust. Todo siguió, por tanto, igual que antes.
Veinte años más tarde, tras un largo paréntesis de calma, se desencadenaba la segunda y última tentativa. Por aquellas fechas, el juzgado federal móvil de Missouri emprendía un proceso contra el trust Rockefeller bajo la acusación de complot contra el libre mercado, iniciándose así un dilatado proceso a lo largo del cual fueron acumulándose las resoluciones condenatorias y los consiguientes recursos. Finalmente la causa llegó a la Corte Suprema, que en marzo de 1911 decretó la desmembración de la Standard en 39 compañías diferentes, cada una de las cuales debería operar independientemente y en competencia con las demás. Aquello no fue más que un nuevo espejismo, ya que las participaciones de la Standard siguieron, lógicamente, en manos de los mismos accionistas, de tal modo que el único cambio que se produjo consistió en que el Trust dejó de operar con un solo nombre para hacerlo bajo varios distintos. Fue así como nacieron La Standard Oil of New Jersey, la Standard Oil of Ohio, la Standard Oil Company of New York (SOCONY), la Vacuum Oil, la Humble Company, etc.
Por su parte, John D. Rockefeller, que seguía siendo el accionista mayoritario, eludió cualquier sospecha de intentar reconstruir el consorcio creando una serie de fundaciones filantrópicas a las que transfirió buena parte de sus acciones. A título de muestra, sólo una de ellas, la Rockefeller Fundation, recibió cuatro millones de acciones de la Standard de New Jersey y dos millones de títulos de la Standard de Indiana. Un tema del que convendrá ocuparse a continuación, no sin antes consignar que el único resultado efectivo de aquella "desmembración" fue la espectacular subida experimentada por las acciones de la Standard en la bolsa neoyorquina, al punto que, en el breve plazo de cinco meses, el valor de las mismas aumentó en 200 millones de dólares, una cifra nada despreciable para la época. Poco después de aquel evento era elegido nuevo presidente de los Estados Unidos William Taft, quien manifestaría públicamente sus escasas simpatías por la legislación antitrust, calificándola de insensata e inoperante.
Por lo que se refiere a las Fundaciones filantrópicas, el primero que supo vislumbrar sus polifacéticas utilidades fue Andrew Carnegie, quien, por otra parte, era un decidido entusiasta del darwinismo social ; una contradicción que, a la luz de la realidad que se enmascara tras esas instituciones, no es más que aparente. Pero serían los Rockefeller quienes mejor partido iban a sacar a este valioso instrumento, que en sus manos se reveló como un recurso de efectividad inigualable. Y es que tales entidades no sólo sirvieron para convertir la animosidad social hacia el clan de los primeros momentos en creciente simpatía, derivada de su nuevo papel "benefactor", sino también como un útil de primer orden para burlar la reglamentación antitrust.
Con todo, no se agotan ahí los múltiples usos de las Fundaciones, toda vez que éstas se han mostrado también como un vehículo inmejorable de penetración e influencia en todos los ámbitos de la sociedad.
Si nos ceñimos al terreno estrictamente económico, las prerrogativas que la legislación norteamericana concede a este tipo de instituciones hablan por sí mismas. Así, los fondos transferidos a una Fundación son deducibles en la declaración de la renta, y todos los bienes que le son entregados están exentos de derechos sucesorios. Por lo demás, las donaciones pueden ser efectuadas tanto por personas físicas como por cualquier tipo de sociedad, sea o no de carácter lucrativo. Asimismo, las fundaciones están exentas a perpetuidad del pago de impuestos, lo que no impide que puedan poseer, comprar o vender todo tipo de bienes inmuebles y de valores mobiliarios, así como conceder préstamos a sus donantes. Todo ello hace que los miembros de sus Consejos Directivos dispongan de una plataforma óptima para actuar en beneficio propio al amparo de los privilegios de que goza la Fundación.
En el ámbito político, las diversas Fundaciones del clan Rockefeller le rindieron igualmente un valioso servicio a éste. A través de ellas, y de otros eficaces instrumentos, como el Consejo de Relaciones Exteriores, el clan Rockefeller ha mantenido durante las últimas cinco décadas una considerable influencia en las altas esferas del poder político. De hecho, buena parte de los personajes que han determinado la política norteamericana a lo largo de ese período, estuvieron vinculados a las entidades del trust Rockefeller, cuando no procedían directamente de los órganos directivos de las mismas. La relación es tan numerosa que sólo podrán citarse algunos de los más significativos, entre los cuales figuran Douglas Dillon, James Forrestal, John McCloy, Robert Patterson, Allen y John Foster Dulles, Winthrop Aldrich y Dean Rusk, destacados protagonistas todos ellos de la escena pública estadounidense de postguerra.. La lista continúa con los hombres que constituyeron el relevo generacional de los primeros, como son Walt W. Rostow, Zbigniew Brzezinski y Henry Kissinger, salidos igualmente de los foros y organismos patrocinados por las Fundaciones Rockefeller.
No menos importante ha sido y es la presencia de las diversas Fundaciones Rockefeller en la vida social estadounidense, acerca de cuyo alcance tan solo podrán ofrecerse aquí algunas muestras, ya que la actividad de esa maquinaria fundacional se extiende por campos tan diversos como la demografía, la religión o la enseñanza académica, si bien su orientación ideológica es la misma en todos los casos.
Uno de los campos en el que la Fundación Rockefeller fue pionera es el del control de la natalidad, al punto que ya en 1934 comenzó a desarrolar su labor en ese terreno uno de los miembros del clan, John D. Rockefeller III, si bien los condicionantes mentales de la época no eran aún lo suficientemente propicios para tales planteamientos. Pero ese inicial inconveniente no habría de suponer un gran obstáculo. Todo era cuestión de tiempo y del adecuado despliegue propagandístico para que la mentalidad occidental fuera adaptandose a las necesidades del capitalismo moderno. A medida que el asunto se fue divulgando, el rechazo de los primeros momentos a las tesis anti-conceptivas fue dando paso a una acogida más favorable, de tal modo que ya a finales de los cincuenta el control de la natalidad se había convertido en una de las prioridades de la política exterior norteamericana. Tanto es así que, en 1958, el Departamento de Estado adoptó como tesis oficial que el crecimiento demográfico constituía el mayor obstáculo para el desarrollo económico y social y para el mantenimiento de la estabilidad política en los países del Tercer Mundo. Una tesis que ha venido manteniéndose dede entonces, y mediante la cual se han soslayado sistemáticamente las razones de fondo de la postración tercermundista. No será ocioso significar que buena parte del presupuesto dedicado por la Administración norteamerican al control de la natalidad en las regiones subdesarrolladas ha corrido tradicionalmente a cargo de las Fundaciones Ford y Rockefeller, cuyo proverbial altruismo se manifiesta igualmente en el ámbito occidental a través de sus aportaciones millonarias a la causa pro-abortista.
También en el terreno académico las inversiones del trust Rockefeller han sido cuantiosas. Figura entre sus principales logros la Universidad Rockefeller, cuyo antecedente embrionario fue el Instituto de Investigación Médica. Otro importante centro cultural financiado por las Fuindaciones Rockefeller ha sido el complejo de Morningside Heights, una especie de emporio académico del que forman parte la Universidad de Columbia, el Teachers College, el Barnard College, la International House, la Iglesia Riverside, el Seminario de la Unión Teológia y el Seminario Teológico Hebreo.
También el ámbito religioso, por llamarlo de alguna manera, ha suscitado la atención de la filantropía rockefelleriana. El primer impulsor de semejante labor fue John D. Rockefeller junior, que ya a principios de los años treinta comenzó a significarse como el principal promotor financiero del protestantismo liberal. Título al que se hizo acreedor mediante sus cuantiosos aportaciones y su entrega personal a la causa promovida por instituciones como el Movimiento Mundial Interiglesias, el Consejo Federal de Iglesias y el Instituto de Investigaciones Sociales y Religiosas, cuyos postulados ideológicos se basaban en una especie de ecumenismo pseudorreligioso y en un cambio de las instituciones eclesiásticas al objeto de que éstas se incorporasen a las tesis ideológicas propugnadas por el capitalismo expansivo y progresista. Todo ello, naturalmente, sobre la base de la preponderancia internacional estadounidense, un concepto que estaba presente en la raíz misma del entramado filantrópico creado por el fundador de la dinastía. De hecho, el reverendo Frederick Gates, que fue el brazo derecho de John D. Rockefeller senior, y el verdadero artífice de su imperio filantrópico, manifestó reiteradamente la doctrina que subyacía tras ese proyecto, que no era sino la consabida "misión civilizadora" de las razas de habla inglesa y el desarrollo económico del planeta bajo la tutela de los Estados Unidos.
Con el discurrir del tiempo la orientación de los programas "religiosos" financiados por las Fundaciones Rockefeller ha corrido en paralelo con la de las más avanzadas corrientes pseudoespirituales modernas, cuyo trasfondo se sitúa en la línea de los postulados comentados en el párrafo anterior. A ello obedecen las ayudas financieras de dichas Fundaciones a numerosas sectas (Hare Krisna entre ellas) divulgadoras de un orientalismo burdo y adulterado a la medida del vacuo esnobismo occidental. Como militante de alto grado de la francmasonería, el actual cabecilla de la dinastía, David Rockefeller, patrocina también varias sociedades pseudoiniciáticas que se dicen representantes de la tradición perdida, como es el caso de la denominada AMORC (Antiquae et Misticae Ordo Rosae Crucis).
Con todo, las diversas Fundaciones Rockefeller no son sino un instrumento más, ciertamente importante, aunque no exclusivo, de la intervención del clan en la vida pública. Intervención que se ha venido articulando a través de otros conductos, como son ciertos organismos privados de crucial influencia política entre los que figuran el Consejo de Relaciones Exteriores, la Comisión Trilateral y el Bilderberg Group, entidades, todas ellas, financiadas por los grandes oligopolios económicos, cuyos intereses representan.
Por lo demás, la intervención del trust Rockefeller en las esferas políticas no es un fenómeno reciente, pues, como ya se apuntara, sus primeras manifestaciones vienen de muy atrás. Ya en fechas tan tempranas como el período presidencial de McKinley (1897-1901), las maniobras políticas de la Standard Oil se hicieron patentes sin el menor disimulo. De hecho, el soborno a los miembros del Senado estadounidense llegó a convertirse en algo habitual. Sobran testimonios fehacientes al respecto, entre ellos varias cartas dirigidas por John Archbold, brazo derecho de John D. Rockefeller, a otros tantos senadores, señalándoles las medidas a adoptar, agradeciéndoles los servicios prestados y notificándoles el ingreso en su cuenta de la correspondiente gratificación. Por otro lado, el factotum y eminencia gris de la Administración McKinley, Mark Hanna, era un viejo amigo y estrecho colaborador del patrón de la Standard.
Al presidente McKinley le sucedió Theodore Roosevelt, quien, presionado por la indignación pública, se vió en la necesidad de abordar el tema de los turbios manejos de los grandes consorcios, aunque no tardaría en dejar bien clara su posición al respecto. Y al hacerlo, no sólo subrayó la absoluta inoperancia de la normativa antimonopolística, sino que calificó a los trusts de inevitables, añadiendo que "todo esfuerzo por desmantelarlos resultaría fútil, a menos que se hiciera de una manera que ocasionara un grave detrimento a todo el cuerpo político".
Téngase en cuenta, por otra parte, el hecho de que, desde hace largo tiempo, las campañas electorales de todos los candidatos políticos estadounidenses son costeadas con los fondos aportados por los magnates económicos de aquel país. Dada la magnitud de las cifras necesarias para afrontar dichas campañas, resulta claro que las posibilidades de cualquier candidato que no cuente con tales ayudas son totalmente nulas; y no hará falta decir que los dueños de la economía suelen saber muy bien en quién invierten.
Ya en la década de los cincuenta, fue uno de los candidatos a la Casa Blanca, Robert Taft, quien manifestó que "desde 1936, todos los candidatos republicanos a la presidencia de los Estados Unidos han sido nominados por el Chase Manhattan Bank". Aparentemente, el punto álgido de la intervención del clan en la vida pública iba a producirse durante los años en que Nelson Rockefeller se convirtió en uno de los principales protagonistas de la política norteamericana. Pero ese capítulo no debe considerarse sino como una anécdota circunstancial, ya que las oligarquías económicas han demostrado sobradamente su inclinación a ejercitar su dominio de forma indirecta y sin estridencias, sirviéndose para ello de sus correspondientes peones políticos. El caso de Nelson Rockefeller, pues, obedeció menos a los manejos hegemónicos de la plutocracia, mejor ejercitados por otros conductos, que al afán de notoriedad del personaje en cuestión.
La trayectoria de David Rockefeller, por el contrario, se sitúa en el extremo opuesto a la de su hermano Nelson, y responde bastante mejor a las coordenadas clásicas del poder plutocrático ejercido más allá y muy por encima de las contingencias políticas de cada momento. Un poder que, en el caso de David Rockefeller, ha venido basándose en una amplia red de influencias y relaciones sociales tejida a lo largo de decenios por las Fundaciones del Trust, así como en los puestos de primer rango detentados en organismos tales como la Round Table, el Consejo de Relaciones Exteriores, la Comisión Trilateral o el Bilderberg Group, sin contar la presidencia del Chase Manhattan Bank. Y no es en los estamentos políticos, sino en los organismos de ese tipo, donde reside el auténtico poder.
Todo lo reseñado hasta aquí no ha sido más que una sucinta muestra de la influencia ejercida en la vida pública estadounidense por el clan Rockefeller, escogido como paradigma de unas prácticas extensivas y comunes a todos los trusts financieros. Lo oportuno, por tanto, será completar este repaso dedicando algunas líneas a las influencias de la saga en el ámbito de la política exterior.
Si, como en el primer caso, nos remontamos a los principios de la dinastía, podremos comprobar que, ya en la época de su fundador, la Standard Oil contó para su expansión exterior con la estrecha colaboración de las instituciones políticas estadounidenses. El propio John D. Rockefeller anotaría en su libro autobiográfico Random Reminiscences que "una de las entidades que más nos ha ayudado ha sido el Departamento de Estado", aunque se le olvidara añadir que, para hacer más grata esa ayuda, muchos de los embajadores y cónsules norteamericanos figuraban en la nómina de la Standard, percibiendo a cambio de sus servicios las oportunas compensaciones económicas.
Uno los capítulos más lucrativos de las actividades comerciales de la Standard en el exterior se sitúa en el ámbito de los conflictos bélicos. En la década de los veinte, la Standard de Nueva Jersey formó un consorcio con la corporación petroquímica alemana I.G. Farben. Las relaciones comerciales entre ambas compañías continuaron después de la subida de Hitler al poder, e incluso se proplongaron durante los primeros años de la guerra. Y es que los buenos negocios no entienden de otras desavenencias que no sean las económicas. Una carta dirigida en 1939 por el vicepresidente de la Standard, Frank Howard, a sus socios de la Farben, se expresaba en términos tan elocuentes como éstos: "Hemos hecho todo lo posible por trazar proyectos y llegar a un modus vivendi, independientemente de que los Estados Unidos entren o no en guerra". Por otro lado, uno de los más destacados directivos de la Rockefeller Brothers Inc., Lewis Strauss, desempeñó también un papel relevante durante las postrimerías del conflicto. Este polifacético personaje, que a su condición de banquero asociado a la firma Kuhn&Loeb, añadía la de consejero gubernamental, fue el promotor de la Misión Técnica destacada por el gobierno norteamericano al término de la 2ª Guerra Mundial para la captación de científicos nazis; también en este caso el pragmatismo de Strauss se impuso a su origen étnico.
Posteriormente, tanto la guerra del Vietnam, como la árabe-israelí de 1973, dieron lugar a numerosas denuncias acusando a los trusts petroleros (la EXON y la SOCONY de Rockefeller entre ellos) de lucrarse con la primera y, más aún, de promover la segunda con el propósito de provocar el alza de los precios del crudo. En tal sentido se manifestaron el rotativo Washington Observer y, muy especialmente, una documentada obra publicada en 1974 por C.Baker bajo el título "The Great Rockefeller Energy Hoax".
En los países sudamericanos las actividades económicas del trust Rockefeller, y de las restantes macrocompañías norteamericanas, se beneficiarían de la política oficial dieñada por el Departamento de Estado para esa región, política basada en el principio de la prioridad de los intereses privados estadounidenses sobre cualquier consideración de carácter político.
Otro de los principios que han regido la política exterior de los Estado Unidos en el Tercer Mundo, y que sirvió de cobertura a la actuación de los grandes trusts, fue formulado precisamente por Nelson Rockefeler a comienzos de la década de los cincuenta, cuando señalara la importancia que tendrían en el futuro los recursos de los países tercermundistas, así como la necesidad de asegurarse su control. Tesis que, obviamente, serían adoptadas con puntualidad por el Departamento de Estado.
De todos los miembros de la dinastía, ha sido sin duda David Rockefeller quien con más empeño y mayor éxito ha cultivado su proyección internacional. Desde los inicios de los años sesenta hasta hoy, este financiero-estadista ha recorrido el planeta en su reactor particular para entrevistarse y negociar con jefes de Estado y primeros ministros de toda laya ideológica. En todos los lugares donde recaló fue (y es) recibido con respeto reverencial, y muy especialmetne en los países de la antigua órbita soviética. Esta última circunstancia sería comentada por George Gilder, un íntimo de la familia, en los siguientes términos: "Cuando David va a Rusia es tratado a cuerpo de rey. Y resulta curioso que nadie sea capaz de reverenciar, halagar y exaltar a un Rockefeller tan bien como lo hacen los marxistas".
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