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sábado, 24 de marzo de 2018

SEGÚN PLATON


Platón dijo que si se pudiera ver la Tierra desde lejos,
parecería una pirámide de 12 ángulos.

martes, 14 de noviembre de 2017

DE GOBINEAU A CHAMBERLAIN

Imagen relacionadaEl hecho de que dos auténticas figuras del pensamiento como el  Conde de Gobineau y Houston Stewart Chamberlain sean dos desconocidos, o poco menos, es el mediocre mundo intelectual de hoy demuestra hasta qué punto la técnica publicitaria dictamina quién es digno del más bombástico y, a menudo, inmerecido encomio y quién debe ser relegado a las tinieblas exteriores del olvido. A Gobienau, al menos, se le conoce en Francia como literato de segunda fila en un país que ha dado la mejor narrativa del mundo. En cualquiera de las colecciones de ámbito relativamente popular que se editan tras los Pirineos, raro será que no aparezcan las “Novelas Asiáticas”, “Adélaide” o “Mademoiselle Irnois”, y hasta es posible que, con lujo de precuaciones, y siempre precedido de un prólogo preventivo, se publique el “Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas Humanas”. En dicho prólogo, a diferencia de los demás, un desconocido quídam de Transilvania o de Galitzia, afirma que las páginas que siguen no deben tomarse al pié de la letra —oh ¡no!— que el señor Conde era muy original, o algo excéntrico, que en la época en que se escribió el libro las “superadas” teorías racistas eran aceptadas por la mayoría, pero que en nuestra época, genios de la Biología y de la Genética como Lyssenko, Boass, Jacob et alia han “demostrado” su inexactitud. Para reforzar los efectos del insólito prólogo, el aguerrido transilvano salpica la obra de multitud de notas inteligentes, rematando su labor con un Epílogo vengador a guisa de estocada final.Pese a todo, el libro puede encontrarse, lo cual ya es mucho en la inquisitorial época en que vivimos.
En cambio, Houston Stewart Chamberlain ya es mucho más difícil de encontrar. Su obra cumbre “Los Fundamentos del siglo XIX”, que marca una época en la sistematización del pensamiento y la Cultura de Occidente, y de las otras Culturas en sus relaciones con la nuestra, es muy difícil de hallar y raro es que sea reeditada, no ya por anticomercial —mucho más anticomerciales deben ser Adorno y Marcusse— sino por otras razones de índole política. En efecto, mientras Gobineau, aún cuando por definición fuera un racista, con toda la carga emocional que esa palabra desata hoy en día, no dejaba por ello de afirmar, una vez cada dos o tres capítulos por lo menos, que las diferencias entre los humanos, por importantes que fueran, no pasaban de ser insignificantes si se comparaban con la majestad de Dios. Era el clásico bien pensante, de la especie de católicos que gustan de proclamar que lo son, venga o no a cuento, en la tertulia, en el club, en la tri­buna o en el centro de veterinarios de Vilmorin de la Sal-petriére. Gobineau, además, fue francés, mientras que Chamberlain, inglés naturalizado alemán — ¡Horresco referens!— emparentado políticamente con Wagner, el músico maldito, llegó a conocer a Hitler, de infausta memoria para los bien pensantes profesionales, y hasta llegó a afirmar, en una carta que se hizo pública, para su oprobio y vilipendio, que en él veía al hombre genial capaz de actualizar el resurgimiento de Alemania y de Occidente (1). Chamberlain, además, era mucho más cercano a nosotros, no ya en el tiempo, sino en la amplitud de sus ideas que tanto influirían en el Socialismo Etico no-marxista y en el inci­piente nacionalismo a escala europea, y, finalmente, influiría más acusadamente que el Conde de Gobineau en la gestación de la ideología nacionalsocialista en Alemania.
No obstante, Gobineau, como racista, y Chamberlain, como “ditettante” (luego hablaremos de ello) influirían más que nadie, en sus respectivos ámbitos, en el pensamiento de Adolf Hitler.

Para Gobineau las sociedades humanas, por su misma naturaleza orgánica, son mortales, y su condición de tales dimana de una causa común: el caos étnico, expresión que, curiosamente, pertenece a Chamberlain. Gobineau —como se demostraba en épocas menos absurdas y pretenciosas que la actual, es decir, aportando hechos y extrayendo conclusiones— que la causa de la bancarrota de lo que él llama civilizaciones (es decir, lo que Spengler, Treitchske o Yockey llaman Culturas) no es ni el lujo, ni la irreligión, ni el fanatismo, ni la molicie, ni el desgobierno, ni los factores climáticos, ni siquiera las derrotas militares, por aplastantes que hayan sido. La única razón del hundimiento de las sociedades humanas es la mezcla racial. Gobineau, diplomático de primer rango, embajador de Francia y poseedor de una vasta cultura, demuestra cartesianamente, trabajando sólo sobre hechos probados e incontrovertibles, que estas diferencias étnicas son permanentes, que las razas difieren en vigor, en belleza y en intelecto y que las razas mestizas poseen civilizaciones mestizas.
Gobineau afirma que la Raza Blanca es superior a todas las demás, y  que de ella proceden todas las Civilizaciones (Culturas, diríamos ahora) que han sido. El libro, en realidad, descubre cosas que todos sabían ya, en su subconsciente, pero que no expresaban, o lo hacían de forma muy fragmentaria e incompleta. Este es un distintivo común a toda obra genial. La genialidad no es más — ¡ni menos!— que el redescubrimiento de una verdad estupendamente elemental enterrada bajo mon­tañas de rutina, indiferencia y verdades “aproximadas”. Todo el mundo sabe que Beethoven es superior al Tam-tam y la Capilla Sixtina a la choza del indio payute, aun cuando algunos de nuestros tiñosos, barbudos y sandalieros “intelectuales” lo duden o incluso lo nieguen. Pocos saben de donde procede esa abismal diferencia y los que lo saben, o debieran saberlo, gustan de tergiversar o de buscar coartadas humanitarias, religiosas o de otra índole.
Sería pueril creer que Gobineau sólo tomaba en consideración el aspecto, digamos zoológico, de las razas. Frecuentes son sus referencias a la influencia de los factores espirituales en la creación de las grandes razas, pero también sería injusto negar que Chamberlain, por ejemplo, completó el esquema gobiniano, espiritualizándolo. Para Chamberlain, la raza, además de su aspecto objetivo, presenta otro aspecto subjetivo. Raza, para él, es, en primer término, lo que un hombre siente. Este mismo concepto es postulado por Francis Parker Yockey. Chamberlain, por ejemplo, afirma que si raza es lo que un hombre siente, lo que él siente influencia, determina incluso, lo que hace. El concepto subjetivo de raza es, pues, una cuestión de instinto. Se dice que un hombre es de raza si tiene instintos fuertes, nobles y sanos. No es de raza si sus instintos son débiles, enfermizos, mezquinos. Claro es que el aspecto corporal, somático, se halla en la base de la riqueza y nobleza de instintos, pero aquél no presupone, necesariamente, éstas.
Chamberlain era un espíritu más universal que Gobineau, entendien­do el concepto universal como extensión de sus conocimientos; pero al mismo tiempo era más “provincial”. Chambertain lo veía todo como alemán y su obsesión desmenuzadora de analista, a base de buscar la exactitud, de perseguir obstinadamente el matiz, de radiografiar la menor circunstancia, conseguía el efecto logrado por todo gran pensador alemán: la fatiga, en el mejor de los casos, el embrollo, las más de tas veces. Sólo Goethe y, modernamente Spengler, lograron escapar a esa maldición germánica. Gobineau, en cambio, es —valga la perogrullada— tremendamente francés. Por encima de todo, le preocupa la claridad. Quiere transmitir un mensaje al lector, al que respeta, y se esfuerza en presentar las cosas diáfanas, con galanura y estilo, como un Debussy. Gobineau es incompleto, y uno aseguraría que él mismo se daba cuenta de sus limitaciones, y que, por ejemplo, su concepto de Raza es excesivamente simplificador, somero y lineal, pero que prefería dar una versión, aunque incompleta, clara y precisa, huyendo de las matizaciones de los especialistas. Y lo bueno del caso es que, en ese aspecto de la Etnología, Gobineau era más experto que Chamberlain que, no obstante, decía de él que (Gobineau) “no presentía la enorme complejidad del problema que trataba de resolver tan ingenuamente, armado de una infantil omnisciencia”.( 2).
Gobineau poseía, por encima de todo, una gran honradez intelectual. No era el iluminado convencido de “su” razón, sino que su obsesión eran los hechos sin solicitar de tos mismos interpretaciones abusivas y forzadas. Poseía la inteligencia poco común dentro del profesional o especialista que empieza por reconocer que su propia profesión o especialidad es de trascendencia relativa o secundaria. Diplomático de profesión, Gobineau reconocía que el mérito relativo de los gobiernos carece de influencia en la duración de la vida de los pueblos. Católico ferviente, concluía en el séptimo Capítulo de su obra capital que “el Cristianismo no crea ni transforma la aptitud civilizadora”. Hombre del decimonónico siglo del “Progreso” proclamó que nuestra Civili­zación no es superior a las que la precedieron y que la humanidad no es infinitamente perfectible.
Wagner, amigo de Gobineau, resumió, trás haber leído el “Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas humanas”, sus ideas sobre esta obra en “Heldentum und Christentum”: “La más noble raza humana, la raza aria, degenera únicamente, pero infaliblemente, porque, al ser menos numerosa que los representantes de las razas inferiores, se ve obligada a mezclarse con ellas, y lo que ella pierde al adulterarse no es compensado por lo que ganan las demás al ennoblecerse”. Pero Wagner, en vez de llegar a las conclusiones pesimistas de Gobineau sueña en un florecimiento del arte verdaderamente estético, obtenido por la acción purificadora de la Religión sobre la Raza.


Houston Stewart Chamberlain, de noble familia inglesa y escocesa, hijo de un Almirante de la Royal Navy, estudió en Versalles y en Ginebra y pasó luego a residir, sucesivamente, en el Mediodía de Francia, en Austria y en Alemania. Allí escribió su monumental “Fundamentos del siglo XIX”, así como su “Wagner”. Chamberlain, inglés de pura ce­pa, educado en Francia, admirador de todo lo escandinavo y todo lo latino, que escribió en alemán es, propiamente hablando, un Europeo.
Un europeo “provincial”, como hemos dicho, pero un gran europeo.
Un nacionalista europeo y no un cosmopolita, como dijeron algunos críticos de romas entendederas, pues el cosmopolitismo se halla en las mismas antípodas del nacionalismo. Un “provincialismo” germánico que tanto han reprochado algunos, como Volpe y Rebatet, que no impidió a Chamberlain sentirse profundamente europeo, aún por encima que alemán, lo cual era mucho decir... para ese inglés criado en Francia. Para Chamberlain, la historia de Europa propiamente dicha empieza en los alrededores del año 1.200, en los albores del siglo XIII, en que  los germanos, es decir, el elemento racialmente predominante en toda
Europa y especialmente en sus zonas septentrionales empiezan a desarrollar el papel que “está destinado a llevar a cabo en el mundo, como fundadores de una civilización y de una cultura enteramente nuevas”.
(“Fundamentos...” pág. 18) Tal vez ese “enteramente” pueda discutirse, pues no cabe duda, como el mismo Chamberlain afirma en otros pasajes de su obra monumental, que los “occidentales” o europeos, hemos heredado muy importantes aportaciones de las anteriores culturas, egipcia, india y clásica en especial. Es en el siglo XIII cuando el mundo se cubre de “un hermoso manto de iglesias nuevas”, que llega a propagarse incluso hasta Chipre y Siria, donde lo introducen los cruzados. Y cuando se funda en Bolonia la primera universidad pu­ramente laica (su facultad de Teología no aparecería hasta dos siglos después). También fue en el siglo XIII cuando vivieron Gottfried von Strassbourg, Walter von der Vogelweide, Chrestien de Troyes, Wolfram von Eschenbach; artistas admirables como Giotto, Niccoló de Pisa, el gran Dante Alighieri, Alberto Magno, San Francisco de Asís —el más ario de los santos, como dijo Vacher de Lapouge— o cuando el veneciano Marco Poco realizó sus fantásticos viajes que cimentaron los conocimientos que poseemos sobre la superficie de nuestro planeta.
En la primera parte de los “Fundamentos”, Chamberlain se ocupa de la herencia que nos viene del mundo antiguo; a continuación de los herederos, y finalmente de la lucha de esos herederos por la herencia. Por lo que se refiere a la herencia, se esfuerza en desmitificar la importancia concedida a la aportación cultural helenista y, sobre todo judaica. Para él, los griegos fueron unos geniales manipuladores propagandísticos, que exageraron hasta la náusea sus realizaciones artísticas y, sobre todo, sus éxitos militares. Marathon y Salamina no fueron más que escaramuzas, afirma Chamberlain y sus argumentos no parecen, en ese punto, excesivamente convincentes. En cambio, su aseveración de que el hundimiento casi brusco de la cultura de las “polis” griegas fue causado por la mezcla racial con semitas y negros, generalmente esclavos importados de las colonias-factorías griegas coincide plenamente con la opinión de Gobineau en su celebrado “Ensayo”. En cuanto a los judíos, tras protestar contra la tendencia a convertirles en la cabeza de turco que debía pagar por todos los vicios de la época, admite, calificándola de “profunda”, la realidad del llamado ya entonces “Peligro judío”. De ese peligro, dice Chamberlain, el judío no es el responsable, porque nosotros mismos lo hemos creado, y por lo tanto nosotros mismos debemos vencerlo. Nadie nos man­daba dar carta de ciudadanía a un extranjero, en el sentido dado por la lengua latina a esa palabra: “alenius”, extraño, loco, y por extensión, adversario. Después de demostrar que el judío moderno, a pesar de la vigilancia que hoy se llamaría “racista” de los rabinos, es, en la actualidad, un mulato de negro, semita, beduíno y blanco, niega la ya en los albores de siglo pretendida teoría de la aportación de los judíos a la Cultura Occidental, analizando una a una las muy cacareadas figuras de las intelectualidad y el arte judíos. Al único que, sorprendentemente, trata aceptablemente bien Chamberlain es al, a nuestro juicio demasiado famoso Siegmund Freud. Que Freud pueda seducir a nadie, al menos dentro del ámbito de la Cultura Occidental, es algo que parece increíble en un sabio de la altura de Chamberlain, y sólo se explica por su condición de “dilettante”. El “dilettantismo”, con todas sus ventajas, tiene también grandes inconvenientes y uno de ellos son los juicios precipitados. Es posible que cuando Chamberlain escribió los “Fundamentos” no se conociera aún con profundidad el alcance de la obra de Freud.
Fue Chamberlain el primero en estudiar, en los “Fundamentos” las circunstancias de la entrada de los judíos en la historia mundial, y fue también el primero en poner en duda que Cristo fuera, desde el punto de vista racial, un judío auténtico. El fué el primer escritor que llegó a la conclusión que el nombre de Galilea, tierra de orígen de Jesús, deriva, en realidad, etimológicamente, de Gelil Haggoyim, que significa en hebreo antiguo “tierra de los gentiles”, es decir, “tierra de los no judíos”. en que sólamente vivían no-judíos. Eran fácilmente distinguibles, no sólamente por su dialecto, sino por su aspecto físico. “La posibilidad de que Cristo no fuera judío e incluso que no tuviera ni una sóla gota de sangre judía en sus venas es tan grande que es casi vecina de la certeza”, escribe en su obra citada (Pág. 256).
Tras la herencia, ocúpase Chamberlain, como ya hemos dicho, de los herederos, es decir, de los Europeos y, por extensión, de los “Occidentales”, aún cuando geográficamente no-europeos. Estudia las realizaciones de su desarrollo a lo largo de los siglos XIII al XVIII, hasta llegar al XIX. Los estudios que hace de algunos europeos preeminentes como, por ejemplo, Goethe, Napoleón, Kant, Galileo, Copérnico y  Newton, son atinadas y profundísimas monografías. Su estudio sobre Ignacio de Loyola es digno de particular atención. Afirma que  “Loyola es el símbolo del antigermanismo”, un “semijudío intelectual” y que su creación, la Sociedad de Jesús, se convertirá paulatinamente en una potencia extrareligiosa dentro del seno de la Iglesia a  la que desvirtuará por completo.
Finalmente, tras hablar de la herencia y de los herederos, Cham­‘,. berlain se refiere bastante someramente, a la lucha de los herederos por la herencia. Para él, el heredero principal, el hermano mayor de la familia europea, es el hombre germánico. Por germánicas entiende a las poblaciones enraizadas al norte de la línea Lyon-Milán, hasta el Báltico, los demás son hermanos menores, que deben esforzarse en emu­lar al mayor y que, a veces, hacen grandes cosas y de sus filas surgen figuras excepcionales, como el Dante, Napoleón, Velazquez, Calderón, Cervantes, Arago....
Se ha reprochado a Chamberlain un supuesto “ateísmo”. Esto lo han dicho, entre otros, Bergson, Porto-Riche, Maritain y Maurras, judíos los tres primeros, pequeño nacionalista francés, enamorado del “Midi” y de una “Cultura Latina”, opuesta a la Germánica el último. En realidad, Chamberlain, era profundamente religioso, y, ciertamente, anticlerical. En su época, ese anticlericalismo, mezclado con una absoluta desconfianza hacia Roma y su “digno menosprecio” del Judaísmo, pudo ciertamente resultar detonante para los bien pensantes, pero la obra de hombres como Chamberlain, trasciende a su época y, hogaño sería considerado un religioso “reaccionario” por los pseudointelectuales de las barbas y la tiña.
A este respecto es curioso un pasaje de los “Fundamentos” respecto a la influencia de la clerecía sobre el destino histórico de España. Trás afirmar que no es posible interpretar la historia basándonos en su sólo principio y que lo que designamos con la palabra “raza” es una fenómeno plástico dentro de ciertos límites, y recordar que lo físico influye en lo intelectual y lo intelectual también sobre lo físico, Chamberlain cita, como ejemplo: “Supongamos que la reforma religiosa, que durante algún tiempo alcanzó tan notables progresos entre la nobleza española de origen gótico, hubiera encontrado en un príncipe ardiente y audaz al hombre capaz de separar de Roma a su nación, aunque fuera a sangre y fuego (y en esa hipótesis poco hubiera importado que perteneciera a los luteranos, los calvinistas o cualquier otra secta, siendo el único punto decisivo la separación completa de Roma): ¿Se imagina alguién que España, por mezclada que estuviera su población de elementos ibéricos y de bastardos del caos étnico, estuviera hoy en día donde está? No. Nadie que haya visto de cerca a esos hombres nobles y bravos, a esas mujeres bellas y apasionadas, que haya sido testigo de la manera en que esa pobre nación está sometida, sujuzgada, maniatada por su Iglesia, que sabe cómo su clero ahoga los gérmenes de toda espontaneidad individual, favorece la más crasa ignorancia y fomenta sistemáticamente las más pueriles supersticiones y la más envilecedora idolatría” (“Fundamentos...” pág. 1154). Pero, añade Chamberlain:
“no se deben imputar esos efectos a la fe por si misma: sólo son imputables a la organización política que es la Iglesia romana. Prueba de ello la tenemos en los países más libres, en que esa Iglesia debe afirmar su derecho a la existencia luchando contra otras Iglesias, adoptando entonces otras formas, propias a satisfacer a hombres que han llegado a un nivel de cultura más elevado”. (“Fundamentos...” pág. 1155).
Se ha dicho que Chamberlain combate a los dogmas del Cristianismo y, particularmente del Catolicismo, y tampoco es verdad. Simplemen­te se limita a decir que para el hombre tal como es, o, si se quiere, tal como lo ha hecho la cultura Occidental, los dogmas cuentan muy poco. Lo que cuenta es la Moral. Por ese motivo enaltece la figura de Santo Tomás de Aquino (otro “germánico” genial) que se limita a decir que cree en los dogmas por razón de fe —credo quia absurdum, decían los escolásticos— y combate la de Ramón Llull que trata de explicarlos racionalmente. Uno de los escasos pasajes de los “Fundamentos” en que asoma ligeramente la ironía es aquél en que se comenta la filosofía luliana.
Su distinción entre Religión e Iglesia: ésta, organización que predica que su reino no es de este Mundo pero que por razón de su propia naturaleza orgánica actua compulsivamente como deben actuar todos los organismo de este Mundo, traicionando consciente o inconscientemente lo que predica; aquélla, relación entre el hombre y Dios... es una distinción que coincide plenamente con la distinción spenglenana (O. Spengler, Años decisivos).

Pero el principal de los reproches que se han hecho a Chamberlain ha sido el por algunos llamado “cerrado germanismo” de casi todos sus escritos, especialmente de los “Fundamentos”. En realidad, tal apreciación es, por lo menos, bastante errónea. Es cierta en cuanto Chamberlain, que espiritualmente quiso ser alemán, no pudo sustraerse a la regla, muy humana, que precisa que los convertidos o adoptivos son más estrictos que los de origen; aquello que en España llamamos ser más papistas que el Papa. Para Chamberlain, el super-Europeo, Alemania o, más exactamente, lo pan-germánico, era el núcleo de Europa, y no hay ningún motivo para asumir que no pudiera tener razón incluso en eso. Pero para él. Alemania, o lo germánico, como afirma repetidas veces en el Capítulo “La Formación de un Mundo Nuevo”, no podía aspirar a más —o a menos— que a ser un “primus inter pares” o, como dice en el Capítulo “Raza”, el hermano mayor.
Finalmente se le ha criticado, con virulencia extrema, por la influencia que pudo tener, y que fue ciertamente muy grande, en la formación del pensamiento político de Adolf Hitler y de los hombres que, junto a él, crearon en Alemania el movimiento nacionalsocialista. Esa crftica, que desde el punto de vista de los que la formularon es indudablemente justa tiene el inconveniente de ser infundamentada y partidis­ta. En efecto, se ha dicho que el concepto de Raza de Chamberlain fue adoptado por el futuro Führer y plasmado en el “Mein Kampf”. Es rotundamente falso. Para quien haya leído esa obra y los “Fundamentos” resultará evidentísimo que en lo que menos influyó Chamberlain en Hitler fue en su concepto de la “Raza”. En casi todo influyó bastante o muchísimo según los casos, pero en el concepto de Raza, muy poco. Quien más influyó en el concepto racial del nacionalsocialismo alemán no fue el inglés Chamberlain, sino los franceses Gobineau y, sobre todo, Vacher de Lapouge y, en menos escala, el alemán de origen noruego, Bergman. Decir que Chamberlain —como se ha dicho— fue el genio inspirador de Auschwitz (aún admitiendo, a efectos puramente polémicos que todo lo que se ha dicho de Auschwitz fuere cierto) es una prueba suplementaria de que la letra impresa resiste cualquier imbecilidad.
Para Chamberlain resultan confusas las elucubraciones de los antropólogos extrayendo conclusiones positivas o negativas de los resultados caóticos obtenidos mediante la mensuración craneal; igualmente le merecen poco crédito los razonamientos de Salomón Reinach cuando pone en duda la existencia de una raza aria porque muchos filólogos alegan contra ella la incertitud del criterio lingüístico. Lo único que Chamberlain ve diáfanamente claro es que todos los investigadores que se han ocupado de la Historia del Derecho se han puesto de acuerdo —o se pusieron en su época— para emplear la expresión de arios o indoeuropeos, por apreciar, en ese grupo de pueblos emparentados por la lengua y los caracteres somáticos más relevantes, como la pigmentación de la piel, una concepción del derecho particular que, desde el principio, y luego a través de todas las ramificaciones de un complejo desarrollo, difieren radicalmente de ciertas nociones jurídicas inextir­pables, propias a los Semitas, los negros o los amarillos. Y concluye Chamberlain: “Ninguna mensuración craneana, ninguna argucia filológica, no podrá nunca suprimir ese hecho grande y simple a la vez, hecho obtenido para la Ciencia merced a las pacientes y minuciosas encuestas de los historiadores con base cultural judaica: este hecho demuestra la existencia de un ARIANISMO MORAL, opuesto a un no arianismo moral, por diversificada que aparezca la composición de los pueblos que formen parte del grupo” (“Fundamentos...” pág. 164).
Trás dejar bien sentado que, a su juicio, el elemento fundamental en la Raza es moral, Chamberlain cita, en el Capítulo “El Caos Etnico” las por él llamadas Cinco Leyes Fundamentales de las que parece depender la formación de las “Razas nobles”. La primera de tales leyes es lo que él llama “existencia de un primera materia de excelente calidad”. A continuación se declara incapaz de adivinar de dónde procede esa materia primaria, y sale por la tangente citando a Goethe que dice: “... Es aquella cuyo nacimiento se nos esconde en la noche de los tiempos; aquello que no podemos concebir como habiendo nacido.” Gobineau, tal vez el pensador de mayor coraje intelectual del siglo XIX, nos explica lo que es la primera materia excelente solicitada por Chamberlain. Para él, son los primitivos grupos étnicos arios que, partiendo del Asia Central (3) se esparcieron hacia el Sur y el Sudeste. Esos grupos conservaron su cohesión y su fuerza moral y material en proporción inversa a sus cruces con otros grupos humanos. Esto lo deduce Gobineau de la observación paciente y razonada cartesianamente, a la francesa, sin recurrir al criterio de juristas, filólogos y moralistas excepto en contadísimas ocasiones.
La segunda de las leyes se refiere a la endogenia en profundidad, es decir, no sólo las uniones matrimoniales circunscritas al grupo racial humano en cuestión, evitando al máximo las uniones con grupos externos y, sobre todo, inferiores, sino también a la endogenia — ¡hasta ciertos límites!— entre miembros de unidades orgánicas que forman parte de dichos grupos. Esta sub-endogenia interna es la que facilita el nacimiento de grandes familias nobles, en el auténtico sentido de la palabra “noble”.
La tercera ley es la de la Selección, que es tanto más fácilmente comprensible cuanto más familiarizado se está con los principios de la cría de los animales y de las plantas. No es que Chamberlain pre­conice la animalización de la especie humana; simplemente se limita a constatar los efectos de la selección tal como la practicaron los griegos, los romanos y los germanos y, sobre todo y antes que na­die, los judíos según atestiguan sus libros “sagrados”.
La cuarta ley fundamental, menos generalmente reconocida, parece deducirse con flagrante evidencia de la Historia y encuentra su confirmación en la experiencia de los que se ocupan de la cría de especies animales y vegetales puede ser formulada diciendo que a la formación de toda raza importante precede sin excepción una mezcla de sangre, pero esta ley, sin introducir elementos nuevos en el problema de las razas, precisa, restringiéndolo, el sentido de la cuarta, en el sentido de que sólamente las mezclas de sangre muy determinadas y limitadas contribuyen al ennoblecimiento de una raza o a la formación de una raza nueva (“Fundamentos...” pág. 380). Evidentemente, ahí Chamberlain juega, un poco inconscientemente, con los conceptos de “raza” y “sub-raza” o, como dirían Chamberlain y Vacher de Lapouge, “etnia”, pero lo cierto es que el fondo de su pen­samiento resulta lo suficientemente claro para no precisar correctivos.

Tanto Chamberlain como Gobineau terminan sus dos obras fundamentales con una especie de epílogo, titulado por aquél “La formación de un mundo nuevo” y por éste “Conclusión General sobre la Desigualdad de las Razas”. En ambos se explaya una “Weltanschauung” —una concepción del mundo— para uso de la raza blanca (o aria, indogermánica, caucasiana, o lo que se quiera). No se trata de una visión optativa del porvenir, en la forma pueril, de “happy end” que ha popularizado la moderna infra-literatura, dirigida a entes con alma de lacayos, incapaces de soportar, por ejemplo, la lectura de una gran tragedia. Se trata de la formulación de un principio puramente orgánico que luego sistematizaría con la simplicidad del genio, Francis Parker Yockey, en su —para esta época— lógicamente desconocida obra “Imperium”. Tanto para Chamberlain, desde un punto de vista total, como para Gobineau desde un punto de vista racial, orgánicamente, a un ser vivo, como lo es una gran cultura, sólo se le presentan, en una encrucijada histórica, dos alternativas: o seguir los dictados de su im­perativo interno, o no seguirlos. En el primer caso, el organismo sigue el camino marcado por su Destino; en el segundo, enferma y muere. No hay solución de recambio.
Gobineau formula su última alternativa con una cierta, innegable carga de pesimismo. Chamberlain es más optimista. Pero como quiera que tanto pesimismo como optimismo son simplemente posturas ad hominem, que describen una actitud del pensador pero no influyen para nada en el valor del pensamiento, puede decirse que Gobineau y Chamberlain son dos grandes filósofos que se complementan admirablemente, aún y cuando éste último, gran admirador del francés, se mostrara en completo desacuerdo con él por no matizar inteminable­mente, germánicamente, en ciertas nimiedades, aunque coincidiera en todo lo esencial. Es curioso que en las últimas páginas del “Ensayo”, Gobjneau escriba: “Un pueblo tiene siempre necesidad de UN HOMBRE que comprenda su voluntad, la resuma, la explique y le conduzca allí dónde debe de ir. Algo parecido dice Chamberlain en los “Anexos” de sus “Fundamentos”. Que el francés lo llame “monarca” y el anglo-alemán “jefe” no tiene la menor significación. El fondo es el mismo, no importan los nombres.

Es curioso que muchos de los hombres que más influyeron en la formación de todo el contexto ideológico del nacionalsocialismo alemán, no fueran alemanes. Los ejemplos más flagrantes son sin duda los de Gobineau y Houston Stewart Chamberlain, pero tampoco pueden silenciarse nombres tan augustos como los del gran antropólogo francés Vacher de Lapouge; de los filósofos igualmente franceses Georges Sorel y Blanqui; del noruego-alemán Bergman; del italiano Volpe y del viejo luchador sueco, Einar Aberg. Esto sería una prueba suplementaria de la veracidad de las aseveraciones de Chamberlain, en el sentido de que Alemania es “el hermano mayor”, pues al lado de los anteriormente citados están las figuras de Schopenhauer, Nietzsche, Berhardi, Wagner, Treitchske, Moltke, cuya influencia en la gestación del nacionalsocialismo fue decisiva en diversos grados de intensidad. Pero un “hermano mayor” muy necesitado de los más jóvenes, como nos demuestra la propia existencia, entre otros, de esas dos lumbreras del pensamiento europeo, el Conde de Gobineau y Houston Stewart Cahm­berlain, precursores de un Nuevo Amanecer.


(1) “Hitler pertenece a las pocas figuras luminosas, a los hombres completamente transparentes. Hitler se entrega en cada una de sus palabras y cuando había dirige su mirada a cualquiera de los oyentes. Nadie puede resistirse a esta mirada fascinadora... Que en el momento de su mayor desgracia haya dado Alemania un Hitler, demuestra su vitalidad”. (7-10-23 y 20424).
(2) “Wagner, Gobineau, Chanberlain”, anexo a “Fundamentos...”, pág. 1394. Ed. Suiza.
(3) Etnógrafos y arqueólogos posteriores a Gobineau, excavando en el Pasado, han logrado demostrar que, antes del Asia Central, fue el Gran Norte, tal vez Groenlandia, el lugar de procedencia del hombre blanco. aún más modernamente, si hemos de creer el testimonio de las Cuevas de Glozei, debería admitirse que el origen —por lo menos a la luz de los últimos descubrimientos esta ría... ¡en Europa!.

WAGNER

Resultado de imagen para wagner filosofiaHa de sorprender necesariamente que en una obra titulada “Hitler y sus filósofos” y en la que se incluyen los más eminentes de Alemania, figure un músico: Ricardo Wagner. Sin embargo, hay también importantes razones para ello que seguidamente analizaremos, debiendo quedar claro, pese a todo, que Wagner no es ningún filósofo.
Existe ciertamente una filosofía, profunda por demás, dentro de la obra wagneriana pero ésta se halla en forma abstracta, y nunca de manera concreta y explícita. Algunos wagnerianos, dignos de toda consideración, aseguran y defienden la faceta filosófica de Wagner, considerándolo lo más importante de su personalidad genial; sin embargo, yo descarto totalmente dicha afirmación pues considero primordialmente a Wagner como a un poeta músico, en el cual la poesía tiene la más importante significación y creo que esta particularidad hace cobrar todavía más importancia a su inclusión dentro de un libro especialmente dedicado a aquellos pensadores que influyeron en Hitler y su doctrina pues —y creo que de esto no hay ninguna duda— fue Wagner el que más decisivamente influyó, aun no siendo filósofo, sino poeta.
Las propias ideas filosóficas de algunos de los hombres eminentes incluídos en esta obra, vendrían a demostrarnos que la influencia concreta de una filosofía sobre un gran pensador o un gran revolucionario, no podía ser nunca determinante; sin embargo, estas mismas filosofías deben admitir que la poesía tiene a este respecto más ventajas pues influye directamente en el espíritu y normalmente en la juventud, dejando impresiones imperecederas. Sólo la poesía puede imbuir en un espíritu joven la suficiente energía para abandonarlo todo y, desde la nada, levantar a una nación, crear una nueva idea e implantarla en forma revolucionaria en el mundo, creando con sus doce años de vigencia una profunda corriente que hoy puede considerarse ya indestructible.
Ni en la obra musical, ni en la poética, ni tan siquiera en sus obras en prosa, podemos descubrir una profunda y clara filosofía aunque, eso sí, un marcado carácter filosófico que él mismo reconoce descubrir en Schopenhauer. Los escritos en prosa de Wagner, especialmente “El Arte y la Revolución”, “El Judaismo en la Música” y “Religión y Arte” contienen postulados de clarísimo carácter político. En ellos, como veremos más adelante, encontramos ataques al judaismo como movimiento mundial de carácter racial, apoyos absolutos a las ideas racistas, ataques al pluripartidismo y a los gobiernos del momento, defensa de los sentimientos nacionalistas y europeistas, principios socialistas, así como multitud de detalles que crean un indisoluble para lelismo entre nacionalsocialismo y movimiento wagneriano, a los que hay que añadir su actitud de apoyo a la Revolución en Dresde en 1848 que le obligó a ser desterrado de Alemania, y también infinitos detalles de su vida y su obra. Pero a nuestro entender, las influencias más decisivas no hay que buscarlas en sus concepciones concretas, expresadas en forma sistemática y metódica y que, en suma, son todavía hoy ignoradas por la mayoría de wagnerianos o tienen un simple carácter casi anecdótico, incluso para los que son al propio tiempo nacionalso­cialistas, sino que lo que hace posible la existencia de un movimiento wagneriano es la grandeza de su drama musical.
El presente sucinto estudio lo dividiremos en cuatro apartados principales:
1) La influencias del drama musical en Hitler.
II)  La influencia de los escritos teóricos de Wagner en la ideología na­cionalsocialista.
III)    La influencia de la personalidad de Wagner en la de Hitler. IV) Relaciones entre el movimiento wagneriano y Hitler.

I
Lo más importante, repito una vez más, se halla en la influencia del drama musical en las concepciones de Hitler. Quiero además acentuar este aspecto, dado que el tema extrictamente filosófico —que también podría tratarse aquí— lo será con mayor amplitud en otros capítulos.
En la obra de Wagner hay que distinguir dos importantes aspectos, el concreto de lo que se dice y lo que ocurre en la escena y el abstracto de lo que se deja de decir. El propio Wagner repetía con frecuencia que cada vez le gustaba más en los poetas lo que dejaban de decir, lo que, traducido a nuestro lenguaje actual, podría ser considerado el mensaje” aunque sea expresión demasiado manoseada para mi gusto. Incluyamos en esta idea a la música, cuyo lenguaje puede ser ininteligible para el profano, pero perfectamente perceptible por una aficionado a este noble arte. La música contiene ideas, sentimientos, formas de ser y pensar que se transmiten directamente del compositor al oyente a través de los medios técnicos de la orquesta, los cantantes o la simple partitura.
Por otra parte la influencia de Wagner fue la primera de las recibidas. Hitler nos dice: “Cuando tenía 12 años vI en Linz una representación de “Guillermo TeIl” y poco tiempo después las primera ópera que oía en mi vida, “Lohengrin”. En un instante me quedé encadenado a la obra de Wagner. Mi entusiasmo juvenil no conoció límites”.
A los doce años ni “El mundo como voluntad y representación”, ni “Los fundamentos del siglo XIX”, ni el “Así hablaba Zarathustra”, pueden en un joven tener la influencia de la obra poética. Yo recuerdo perfectamente que, a esa misma edad, a los catorce años concretamente, leí varias obras del teatro alemán, entre ellas “Fausto”, “Hermann y Dorothea”, “Las afinidades electivas”, “Werther”, “Maria Estuardo”, “La Doncella de Orleans” y “Guillermo TeIl”. De todas ellas únicamente “Werther” y “Guillermo Tell” dejaron profunda huella en mí, mien­tras que las otras ha sido al releerlas ya más adulto cuando he podido ir descubriendo sus valores. Puedo pues comprender, perfectamente, la impresión que en el joven Hitler causó el idealismo desbordante de “Guillermo Tell” y como debió impresionarle, como a mí, el diálogo de la escena I del tercer acto:
HEDWIG:       Algo se está tramando contra los gobernadores. En el Rütli se ha celebrado una asamblea, lo sé y tu formas parte de la alianza.
TELL:       Yo no he estado allí.., más no me esconderé a la llamada de mi país.
HEDWIG:       Ya sabran colocarte donde haya más peligro. Te tocará hacer lo más difícil como siempre.
TELL:         A cada uno se le pide lo que puede dar.
HEDWIG:       ¡Atravesar en barca el lago enfurecido! Eso no es tener confianza en Dios. Es tentar a Dios.
TELL:       Quien reflexiona demasiado obra demasiado poco.
HEDWIG:       Sí, tu eres bueno y caritativo, tu prestas servicios a todo el mundo, y cuando tu mismo te halles en peligro, nadie te ayudará.
TELL:       Dios me libre de tener necesidad de ayuda.
Y si el “Guillermo Tell” debió llenarle de ambición por defender nobles y elevados ideales, no menos sería ,‘Lohengrin”. Yo no lo conocí a los catorce años, sino algo después, pero comprendo que el misticismo del caballero del cisne enviado desde el misterioso castillo de Monsalvat, defensor de la justicia y enemigo irreductible de la cobardía y la traición, armonizaba perfectamente con el idealismo de “Guillermo Tell”. Ese espíritu medieval, esa persona regia y noble de Enrique “El Pajarero”, esa pureza reflejada en el idealizado Lohengrin, debieron sin duda sembrar en su corazón los gérmenes del más puro idealismo. ¿Con qué entusiasmo y devota reverencia debió escuchar Hitler por primera vez las palabras del Rey Enrique en el juicio de Dios?: “Señor, Dios mio. Te quiero invocar. Te pido que estés presente en la lucha. Muéstranos claramente por medio del triunfo quien dice la verdad y quien miente. Da fuerzas al justo y abate al que no lo es. Danos tu ayuda, pues en este momento nuestra inteligencia nada vale”, y también el comportamiento del engañado Federico que, pese a la imagen irreal y divina de Lohengrin, y debido a la total confianza que tiene en su esposa Ortrud, dice: “Antes que cobarde muerto. Por fuerte que sea tu encanto, hombre de aspecto sublime, tu reto altivo no me asusta, pues jamás mis labios han mentido”. Y ¿cómo debió impresionarle la belleza sin límites del preludio reflejando a los ángeles que bajan del cielo para entregar el Santo Cáliz de la última cena a los nobles caballeros de Monsalvat y también la actitud perversa de Ortrud invocando a los dioses paganos del Walllhalla, vencida al fin por la pureza del enviado de Dios? Sin duda, fue necesariamente la poesía la que llenó el corazón juvenil de Hitler.
Su amigo de juventud, Kubicek, nos relata que la segunda obra que causó en él fuerte impacto fue el “Rienzi”. Extraña voluntad del destino que hizo llegar a Hitler las obras tempranas de Wagner para irle llevando poco a poco a las posteriores y colmadas de mayor carga filosófica. Sorprendentemente, el “Rienzi”, la tan poco representada obra de Wagner, sería una de las primeras en ver Hitler y con toda certeza le debió causar fuerte impacto su argumento, tan similar a su posterior vida.
Rienzi, el último de los tribunos, nos muestra al joven protagonista que se levanta contra la tiranía de una fracción de nobles y logra crear un estado fuerte, justo y honrado. Es aclamado por el pueblo y los nobles vencidos a los que perdona le juran también fidelidad, obteniendo igualmente el apoyo de la Iglesia. Sin embargo, esos mismos nobles conspiran contra él y al fin, también el pueblo, engañado de nuevo por sus astucias, se vuelve contra Rienzi a quien retira asimismo su apoyo la Iglesia. En la última escena, de profundo patetismo, Rienzi grita desde el Capitolio, mientras el pueblo instigado por los falsarios nobles, le insulta y arroja antorchas: “Decidme, ¿quién libres os hizo? ¿No os acordais ya de vuestros gritos de alegría con los que me aclamasteis entonces, cuando os dí la libertad y la paz? Os pido ahora que penseis en vuestro juramento”. Pero, incendiado el Capitolio, Rienzi perece bajo sus ruinas.
A lo largo de la obra, son innumerables los pasajes que debieron necesariamente impresionar a Hitler. Muy singularmente destacable es la escena II del Acto I, cuando Rienzi habla a Adriano, hijo de uno de los despóticos nobles, pero que le apoya a él, diciéndole: “Adriano, atiende. Yo también conté con los de tu sangre al proyectar mi plan; solo deseo leyes a las que se sometan el pueblo y los nobles. ¿Puedes recriminarme por quereros transformar de ladrones en gente noble, si quiero convertiros en protectores de todo lo bueno y de los derechos del pueblo?”. Y también, seguidamente, una vez obtenido el triunfo, cuando grita Rienzi: “La libertad debe ser la ley que ha de obedecer todo hijo de Roma. Combatamos con fuerza los robos y los crímenes, consideremos a los ladrones como traidores. Cerradas tenga para siempre sus puertas Roma a sus malos hijos, bienvenido sea aquél que traiga paz y quiera jurar nuestras leyes. Combatid feroces al enemigo, acabad con los hombres malvados, dejad paso franco al peregrino y guardad de todo mal a los buenos pastores. Así debemos jurar hacer cumplir la ley: haced el juramento como buenos romanos”. A lo que el pueblo responde: “A ti te lo juramos que como antaño, debe Roma grande y libre ser: de viles bajezas y de tiranos la libre siempre nuestro acero. Muerte y exterminio juramos, para el traidor que insulte a Roma. Un nuevo pueblo queremos levantar, tan grande como fue en su pasado”. Y también aquél canto de heroismo traducido por Wagner del original de Bulwer Lytton: “Vamos, romanos, la patria debemos defender. Guerra al traidor que quiera ofender a Roma. No encuentre en el mundo jamás perdón su pecado y muera condenado sin que lo acoja Dios. Vamos, romanos, sean dadas nuestras vidas por nuestra ley y nuestra libertad. Pidamos que los ángeles y Dios se hallen con nosotros para infundirnos valor”.
Toda esta gesta de heroismo, de sacrificio por la patria, de defensa del pueblo oprimido, de instauración de leyes que obligan por igual a todos, y ese sentimiento de comunidad y de valor, dejaron en Hitler huella profunda Incluso August Kubiceck asegura que fue la representacion de “Rienzi’ lo que le determino a dedicarse a la politica.
Sería prolijo enumerar uno por uno todos los dramas wagnerianos y analizarlos cuidadosamente intentando destacar los fragmentos que más hayan podido influir en Hitler, por ello no dedicaremos comentarios a “Tristán e Isolda”, esa gigantesca producción del alma humana, ni a “Parsifal”, esa “elevada canción de amór, esa canción de elevado amor”, como la definiera el crítico wagneriano gran amigo de Hitler, Dietrich Eckart. Tampoco hablaremos de “Los Maestros Cantores de Nürnberg” obra que precedía o seguía la celebración de los congresos del partido en aquella ciudad y que Hitler conocía en sus más mínimos detalles, ni tampoco del “Tannhauser”, obra mística por excelencia. Nos vamos a limitar a la más grande producción wagneriana, en cuanto a dimensiones se refiere. La gigantesca “Tetralogía” con sus tres jornadas y el prólogo.
Se han hecho frecuentes estudios en los que se ha analizado el contenido político de esta gigantesca producción. Se han adelantado las más aventuradas suposiciones y se ha querido trasladar a la vida real los personajes imaginarios del Wallhalla wagneriano. El estudio y análisis de esta gigantesca obra, desde un punto de vista filosófico, resulta extremadamente apasionante; la comprensión de cada uno de los personajes se convierte en un tema de gran interés, pero no disponemos de espacio para ello. Digamos simplemente que el propio Wagner, despues de leer a Schopenhauer reconoció que sólo entonces había comprendido a Wotan, a ese personaje secundario y principal a un tiempo de una grandeza espiritual y dramática enorme.
Pero quizás lo que más nos interesa ahora es resaltar el paralelismo entre el héroe wagneriano Sigfrido y el espíritu que latía en Hitler. Sigfrido es un joven nacido casi salvaje, criado por un enano que pre­tende ser al mismo tiempo su padre y su madre. El no conoce el mundo, no posee conocimientos y no se le ha podido enseñar nada, pero, a medida que va creciendo, se da cuenta de que el repugnante Mime no puede ser su progenitor. Actua siempre con sinceridad, sin prejuicios pues es el héroe puro, el hombre que, partiendo de la absoluta pobreza y anonimato, consigue con su valor e idealismo la redención del mundo. Hitler terminó su primer tomo de “Mein Kampf” con las palabras: “... quedó encendido el fuego cuyas llamas forjarán algún día la espada que devuelva la libertad al Sigfrido germánico y restaure la vida de la nación alemana”, y Hitler asumía en este momento el papel del que, partiendo de la clase más pobre de la sociedad, habiendo pasado hambre y vivido en la miseria, se levantaba por sus propios medios, sin ayuda de nadie y acompañado únicamente por su fanatismo e ideal lograba también el triunfo, un triunfo que, como el de Sigfrido, acabaría en una hoguera.
Cuando el cuerpo de Sigfrido es envuelto y devorado por las llamas, Brunilda le sigue a ese otro mundo, mientras la música nos expone que, por fín, el oro maldito vuelve al seno del Rhin de donde salió y que el mayor triunfo de Sigfrido se logra con su muerte, cerrando la obra el inspirado y emocionante tema de la “Redención por Amor”, eterno leit-motiv de la obra wagneriana.
También cuando las llamas devoraban el cuerpo de Hitler y su esposa corría morir con él, se producía un fenómeno similar. Hitler pasaba de ser un hombre a ser un símbolo, un símbolo que, se quiera o no, es seguido por muchos, por miles, por muchos más —como dijo el asesinado jefe del partido nacionalsocialista americano— que seguidores tenía Cristo a los treinta años de su muerte.
El tema fundamental de la Tetralogía es el enfrentamiento entre el oro (el materialismo) y el amor (la espiritualidad). Ese es el tema constante en las obras de Wagner, que culmina siempre con el triunfo del amor, aunque sea a costa del sacrificio de los protagonistas. Ese espíritu debió sin duda impresionar vivamente a Hitler.

II
Al iniciar el análisis, aunque somero, de sus obras en prosa, debemos dejar perfectamente claro que en ninguno de sus escritos, ni tan siquiera en los de carácter político, podemos encontrar opiniones políticas puras sino muy esporádicamente. Todo cuanto Wagner escribe gira en torno al arte y todo cuanto combate es aquello que impide que su arte, y en general las producciones de todos los artistas, lleguen verdaderamente a triunfar.
También en sus escritos teóricos resuena como eterno leit-motiv la lucha contra la sumisión al dinero, al oro y al materialismo. En este aspecto, sus escritos se diferencian muy poco de sus dramas aunque aquí llegue su opinión en forma más concreta y allí a través de la obra de arte.
Hay que distinguir también dos posturas en Wagner. La primera en 1848 cuando participó en los levantamientos revolucionarios en Dresde y que es cuando con entusiasmo apoya las ideas democráticas, y la otra en los últimos años de su vida, cuando se ha descorazonado ya de la sinceridad de los políticos y escribe: “Lo que los “conservadores”, los “liberales”, y los “conservadores-liberales”, los “demócratas”, los “socialistas” y “social-demócratas”, etc. han hecho actualmente a propósito de la cuestión judía nos parece cosa un tanto vana, debido a que el “conócete a tí mismo” no lo ha puesto ninguno de ellos en práctica haciéndose examen de conciencia. Solamente se descubren en ellos conflictos de intereses, cuyo objeto es común a todos los partidos en pugna, y que no es precisamente algo noble.” Unicamente cuando el demonio, que apremia a esos locos a la locura de la lucha partidista, no tenga ya amparo ni en tiempo ni en lugar alguno, habrá desaparecido del mismo modo el judío” (Bayreuther Blatter, febrero marzo 1881)
Pese a todo, las ideas democráticas de Wagner en 1848 difieren bastante de las que se consideran hoy así Podemos incluso decir que su único nexo de unión es la instauración del sufragio universal y de los derechos electorales, por lo demás nada hay de común con las democracias actuales que combatió Hitler
Los puntos fundamentales del pensar de Wagner en aquellos años de la Revolución fueron analizados por Houston Stewart Chamberlain en las Bayreuther Blatter en 1.892, dividiéndolos en cinco postulados: Abolición de los privilegios debidos a la clase social; establecimiento del sufragio universal; creación de una Guardia Nacional, liberación de la humanidad de su sumisión y culto al oro, a las ganancias y a la usura; y, por último, adquisición de colonias. A estos postulados hay que añadir ene sta misma época un nacionalismo exacerbado junto a una visión de Europa como unidad superior y también una crítica al marxismo. D. Irvine comentando la postura wagneriana nos dice en su obra: “El Anillo del Nibelungo”: “Wagner combate la distribución comunista de la riqueza y los peligros de una solución puramente materialista del problema”.
Junto a su desprecio absoluto por los usureros y comerciantes ocupados exclusivamente en ganar dinero, su más radical oposición se dirige a los privilegiados que entorpecen todo progreso para mantener su oposición, volviendo a Irvine —cuya obra fue la única, junto con “El Drama Wagneriano” de Chamberlain que editó la Associació Wagneriana de Barcelona, prueba de su vital importancia— nos dice que el odio de Wagner hacia el sistema monárquico era debido a “esa clase social que Wagner odiará toda la vida: los intermediarios, el elemento judío que prospera como los parásitos”.
Wagner es uno de los pocos genios que tiene una visión absolutamente socialista de la comunidad, al tiempo que fervientemente nacionalista. Ello le lleva a participar en los levantamientos revolucionarios en Dresde pese a no compartir, ni con mucho, las ideas de algunos de sus cabecillas. Conoció a Bakunin y mantuvo con él frecuentes contactos, antojándosele un tipo singular. El mismo Wagner en “Mi Vida” nos dice sobre él: “No creo que se haya preocupado nunca de mí, pues los intelectuales le interesan muy poco. Lo que quería era hombres enérgicos y prestos a la acción. Pero más tarde me di cuenta de que era más versado en la teoría de la devastación que en la práctica de la misma, y que se complacía sobre todo el hablar y discutir; estaba acostumbrado a socratizar y tumbado en el canapé de su huesped debatía con intercolutores diversos los problemas de la revolución. El aniquilamiento de toda civilización excitaba su entusiasmo”. Debemos imaginar fácilmente lo sorprendido que quedaría Bakunin cuando Wagner, primordialmente preocupado de las cuestiones artísticas he hace escuchar sus últimas creaciones ante la indiferencia de Bakunin y, entre ellas, su proyectado “Jesús de Nazareth” al término de la cual Bakunin le pidió que presentase a un Jesús débil y, en relación con la música “me aconsejó —dice Wagner— que compusiese todas las variaciones posibles sobre este único motivo: el tenor debía cantar: “¡Matadle!”, el barítono: “¡Colgadle!”, mientras el bajo debía repetir: “ ¡A la hoguera! ¡A la hoguera!”.
En esa época es cuando podemos encontrar algunos de los artículos mas interesantes para el tema que nos ocupa. En general, en el aspecto politico, nos debemos limitar, entre la innumerable producción a lo largo de su vida, a lo siguiente: “La Revolución” (artículo aparecido en el periódico “Volksblatter”); el texto del discurso pronunciado por Wagner el 14 de junio de 1848 ante los miembros de la sociedad política “Fhaterland” —única vez en que Wagner pronunciara un discurso público—; “El Arte y la Revolución”; “El Judaismo en la Música” y por último la recopilación de artículos póstumos agrupados y recopilados bajo el nombre de “Religión y Arte”.
El primero de estos artículos o trabajos —“La Revolución”— es el más exaltado de todos. Se trata de una combinación singular y en muchos aspectos extraordinariamente atractiva entre el manifiesto político de un joven entusiasta revolucionario, y la obra de un gran poeta. En ella, repite una y otra vez la maldición que pesa sobre la humanidad por su vil sumisión al poder del dinero, la execrable conducta de los que lo poseen y asisten impasibles al estado de miseria del pueblo: “Mirad como la compacta multitud sale de las fábricas; han hecho y producido las más espléndidas materias; ellos y sus hijos van desnudos, temblando de hambre y frío, porque los frutos de su esfuerzo no pertenecen a ellos sino al rico y al poderoso que proclaman como propios el mundo y sus habitantes”. La exaltación de la revolución, a la que califica de “perpétua rejuvenecedora, la eterna creadora de vida” y que viene a liberar al pueblo “del abrazo de muerte y a infundir una nueva vida” es incluso en el sentido artístico bellísima, plena de romanticis­mo, perfecto reflejo de aquella revolución nacional-socialista de 1933, de la cual únicamente se diferencia por la negación del valor de la jerarquía, concepto que en los últimos años de su vida había quedado muy claro al comprobar lo imposible del idílico ideal —justificable en aquel momento de transformación— de un gobierno absolutamente popular sin otra ley que el libre albedrío.
El segundo de los trabajos que se han de considerar es su discurso del 14 de junio, discurso que ha sido objeto de viva polémica, puesto que motivó su destierro de Alemania pese a no contener en esencia sino grandes verdades. El fundamento de este discurso no es un ataque al monarca, sino a la monarquía, a esos “gentilhombres que de nuestro rey dicen “su” rey”. En el mismo discurso, Wagner pide claramente la sustitución del ejército tradicional por una milicia nacional en la que no existan castas. Este ideal está perfectamente emparentado con el cuerpo SS pues, tal como dice Wagner, las nuevas fuerzas que es necesario crear, poco a poco “absorberán al Ejército y a la Guardia Comunal para convertirse en una milicia nacional prácticamente organizada que destruya todas las castas”. He ahí, perfectamente reflejados, los objetivos de la SS y la oposición que surgió durante la II Guerra Mundial entre los oficiales de casta prusiana y los mandos militares de la SS.
Sin embargo, el cuerpo principal del discurso estuvo dedicado, como no, a su visión de la situación social degradada al sometimiento al dinero. La belleza de los conceptos, la magnífica exposición y la diáfana clarividencia hacen de estos fragmentos verdaderas joyas dignas del gran idealista que era Ricardo Wagner: “...Entonces se tendría que tener presente de una manera resuelta y enérgica, cual es la causa de toda la miseria de nuestra condición social presente; la cuestión se halla en que el hombre, el Rey de la Creación, con todas sus altas facultades intelectuales y con su enérgica actividad artística vive solamente para ser esclavo del vil metal, del más inútil e inanimado producto de la naturaleza. Se ha de discutir si se puede reconocer a ese metal acuñado la propiedad de hacer esclavo y tributario suyo al rey de la creación, a la imagen de Dios; si se ha de tolerar al dinero el poder degradar la libre y bella voluntad del hombre hasta las más bajas y repugnantes pasiones, la avaricia, la usura y la estafa”. Como culminación a esa concepción opuesta al dinero, Wagner formula un principio que fue inmutable para el nacionalsocialista con su abolición del patrón oro y su sustitución por el patrón trabajo, dice: “Tenemos que reconocer que la sociedad humana se conserva por la ACTIVIDAD DE SUS INDIVIDUOS, y no por la pretendida actividad del DINERO. Tenemos que afirmar con plena convicción este principio fundamental”, para terminar diciendo: “Dios nos iluminará de tal forma que podremos encontrar la verdadera ley por la cual este principio fundamental será introducido en la vida y esta endemoniada concepción del dinero, con toda su secuela de usuras secretas, de estafas y especulaciones bancarias desaparecerá de nuestros ojos como un maldito gnomo nocturno”.
Sin embargo, toda posible relación de estas teorías wagnerianas opuestas al moderno capitalismo, no tienen ninguna relación con cualquier idea comunista, de lo cual se ocupó el propio Wagner en ese discurso al decir: “¿Veis en ello un signo de comunismo? ¿Sois tan locos o malintencionados para declarar que la necesaria liberación de la raza humana ha de venir de la envilecedora y desmoralizadora servidumbre a la más vulgar materia, lo que entrañaría en sí el cumplimiento de la absurda e insulsa doctrina del comunismo? No querreis comprender que en esta doctrina de la división matemáticamente igual de los bienes y las ganancias no se halla más que una insensata tentatiya de resolver la cuestión indudablemente sentida, que en su absoluta imposibilidad de realización, está condenada a sí misma al fracaso? Pero ¿Querreis, consecuentemente, difamar el trabajo mismo como inadmisible y absurdo a causa de que esta doctrina lo sea en efecto?” Añadiendo más adelante, refiriéndose al que califica de “verdadero comunismo” que si “llegase a arraigar e imponer su dominio, llegaría también a exterminar, sin dejar rastro, la obra de dos mil años de civilización”.
Wagner es, desde luego, un revolucionario. Lo es en el aspecto artístico como en el político, pero en lugar de la destrucción por la destrucción que preconizaba Bakunin intenta un cambio pacífico de la situación, por lo que dice: “Si se ha de dar la batalla a la monarquía sólo en casos excepcionales es contra la persona del soberano, pero siempre contra el partido que, vanidoso y en forma egoista, levanta a aquél por encima de su escudo, bajo la sombra del cual lucha para su propio provecho y su propia vanidad”, asegurando que es el monarca quien debe asegurar con su actuación la solución de esta lucha evitan­do una guerra o una revolución sangrienta inevitable de otra forma. Wagner reconoce aquí pues —y lo reitera a lo largo del discurso— el principio de la jerarquía que niega en “La Revolución”, único escrito en que se expresa así.
También este discurso se halla repleto de expresiones nacionalistas, de deseos de unificación de Alemania, lo cual no le impide escribir en “El Arte y la Revolución”: “La obra de arte del porvenir debe contener el espíritu de la humanidad libre, por encima de todas las barreras de las nacionalidades, el elemento nacional debe ser solamente un ornato, un atractivo que provenga de la variedad individual, pero jamás un obstáculo”, postura que también encaja perfectamente dentro del principio que llevó a las SS —la más genuina organización alemana del nacionalsocialismo— a formarse con fuerzas voluntarias de toda Europa, no perdiendo con ello las peculiares características de cada cual y no siendo el fanático nacionalismo de cada uno un obstáculo para la colaboración con los demás.
También en “El Arte y la Revolución” encontrarnos infinidad de ideas mil veces repetidas atacando, una y otra vez, el sentido comercialista de nuestro mundo, a ese “afán de lucro y de riqueza reguladores de todo el tráfico mundano” como dice el propio Wagner en el comentario del preludio de “Lohengrin”. Nos dice Wagner que si antes eramos esclavos, no lo hemos dejado de ser todavía hoy, pues, “esclavos son aquellos a quienes los banqueros y fabricantes enseñan a buscar el objetivo de sus vidas en la práctica de un oficio para ganar el pan de ca­da día... Así pues, si en el mundo romano y en el medieval los esfuerzos por librarse de la esclavitud general se manifestaban en el deseo del poder absoluto, hoy se revelan en el acaparamiento de dinero, y por ello no nos debemos maravillar de que el arte vaya también en busca  de éste, pues todo busca su redención y su Dios... y nuestro Dios es el dinero, nuestra religión la usura”, asegurando que “si la industria deja de ser nuestra tirana para convertirse en nuestra sirvienta, entonces pondremos la finalidad de la vida en la alegría de vivir”. Afirmando que todo esto no se conseguiría con fe o bellas palabras y que los que tal piensan no conocen la realidad del mundo, añadiendo que el historiador no sabe ciertamente si pensaba de esta manera el hijo del humilde carpintero de Galilea, que contemplando las miserias de sus hermanos, pregonaba que él no había venido al mundo para traer paz sino espada, quien, lleno de amor por los oprimidos, tro­naba iracundo contra los hipócritas fariseos”.
Estos son pues los principios que llevaron a Wagner a ser consciente de la necesidad de una revolución socialista que acabase con la injusticia de una humanidad con riqueza mal distribuida, donde la miseria y la pobreza, contrastaba con la riqueza apabullante de esos terribles enemigos de Wagner: los intermediarios y los judíos.
He aquí pues, el último aspecto que debemos abordar de las ideas políticas de Wagner: su postura antijudía y su apoyo incondicional al racismo, al hombre cada vez más perfecto que debía ser la esperanza del futuro de la humanidad: “únicamente los hombres fuertes conocen el amor, solamente el amor incluye la belleza, solamente la belleza produce el arte. El amor de los débiles entre sí no puede producir sino la satisfacción de sus apetencias lujuriosas, el amor del débil hacia el fuerte es humillación y temor, el amor del fuerte hacia el débil es compasión e indulgencia; solamente el amor entré los fuertes es amor”.
Es perfectamente lógica la postura antijudía de Wagner, pues justatamente el judío representa aquello que él combate furiosamente como ya hemos visto: el sometimiento al dinero, la especulación y el fraude. En “El Judaismo en la Música” nos dice: “El judío está en el actual estado de cosas mucho más que emancipado; domina y dominará tanto tiempo como el poder del dinero, contra el cual se estrella toda nuestra actividad y todos nuestros esfuerzos”. El escándalo producido por su obra fue extraordinario, aparecieron docenas de libros o folletos respondiéndole, lo cual justificó Wagner al escribir en “Mi Vida”: “La prensa europea está casi exclusivamente en manos de los judíos”, afirmación que repetiría —con igual razón— Adolf Hitler. Los ataques de los críticos no atemorizaron a Wagner y persistió en su postura. En 1 873 Ottomar Beta, autor de un libro titulado “Die semitische und die germanische Race im neuen deutschen Reich” quiso dedicar a Wagner la obra, contestándole éste que ello podría redundar en perjuicio del primero. Wagner sabía pues, que su postura antijudía no era beneficiosa para él mismo, pese a lo cual el compositor persistió en sus ataques públicos llegando en los últimos años a su más enconada oposición: “Los judíos constituyen, desde luego, el más admirable ejemplo de consistencia racial que conoce la historia del mundo; incluso la mezcla no le perturba, aún mezclándose con las razas a él extrañas, en línea masculina o femenina, vuelve a surgir siempre el judío. El no tiene en realidad una religión, sino sólo una fe en ciertas promesas de su Dios, que no corresponden en absoluto a una vida sobrenatural más allá de la vida material, sino que se refieren a esta vida presente sobre la tierra. Por tanto el judío no tiene necesidad alguna de pensar ni fantasear, ni siquiera de calcular, pues el cálculo más difícil está ya listo en su instinto cerrado a todo idealismo. Maravilloso, incomparable fenómeno; demonio plástico de la decadencia de la humanidad” (Bayreuther Blatter, febrero-marzo 1881), calificando más adelante a nuestra civilización como mezcla de “judaísmo y de barbarie”. Son innumerables las opiniones de Wagner sobre este tema pero las transcritas son suficientes para comprender su postura.
Por último, es de destacar su actitud ante el racismo, igualmente clara. Hacia los últimos días de su vida conoció a Gobineau y se sumó con toda su alma a sus teorías, manifestando: “No podemos ne­gar nuestro reconocimiento a la tesis según la cual el género humano se compone de razas inconciliablemente desiguales; las más nobles de entre ellas han conseguido dominar a las menos nobles, pero, mezclándose con ellas, no han elevado su nivel, sino que se han hecho a sí mismas menos nobles... Que no tendríamos historia alguna de la humanidad sino hubiesen existido las empresas, las victorias y las creaciones de la raza blanca, ha sido de tal modo aclarado y vivamente representado por el genial autor de la obra más arriba mencionada —se refie­re a “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas” de Gobineau— que no podemos menos que señalarla a nuestros amigos”, estas frases están sacadas de las Bayreuther Blatter de septiembre de 1881, donde expone magníficamente este tema que es innecesario señalar más extensamente, pues su relación con las ideas de Hitler es evidente y clarísima.
Digamos, para terminar este apartado, que Wagner negaba la ascendencia racial judía de Cristo debido a su origen galileo, tema del que se ocupó Houston Stewart Chamberlain y otros autores, entre ellos, J. Bochaca en “El Mito del Judaismo de Cristo”.

III
El tercer punto del que nos vamos a ocupar someramente, es la influencia que la personalidad y las ideas de Wagner ejercieron en Hitler como persona. Para ello es de interés dejar constancia de la importancia que para Hitler tenían los escritos de Wagner, especialmente durante sus años de juventud y formación, y para ello nada mejor que el testimonio del único amigo que tuvo en esa época, August Kubiceck, quien en su libro “Hitler mi amigo de juventud” nos dice:
“Leía con febril interés todo lo que caía en sus manos acerca del maestro. Donde le era posible se procuraba en especial toda suerte de literatura biográfica sobre Ricardo Wagner, leía sus memorias, cartas, diarios, su autobiografía, sus confesiones. Conocía los episodios más triviales de su vida. Adolfo se apropió de la personalidad de Ricardo Wagner, la tomó de una manera tan completa dentro de sí, que éste hubiera podido ser una parte de su propio ser”.
Así pues no hay ninguna duda de que los escritos y comentarios que Wagner hubiese hecho sobre cualquier tema fueron, cuanto menos, estudiados y analizados profundamente por Hitler.
Una gran influencia ejerció sin duda en su concepción del arte y, muy concretamente, en la música. Su admiración por el teatro lírico en general, parte de su peculiar forma de ver la música a través de las ideas de Wagner. Su entusiasmo por Beethoven y Bruckner —en una época en que éste último era absolutamente desconocido— es patente prueba de ello. Pero donde más se acentua esta influencia es en su vida de absoluta austeridad. Hitler no fumaba, no bebía, era vegetariano y también combatía el deporte de la caza, pues sentía un gran amor por los animales. Conocidas las razones de Hitler para tomar esta postura —razones que no vamos a analizar aquí, pero en las que Hitler coincide plenamente con Wagner pues su postura vegetariana viene determinada por su amor a los animales y no por concepciones dietéticas— veamos lo que dice Wagner y comprenderemos la determinante influencia que ejerció en su forma de ser: “En nuestro tiempo, se pueden citar la constitución de asociaciones vegetarianas; sólo que incluso en medio de estos grupos de hombres, que parecen haber captado inmediatamente el punto focal de la cuestión de la regeneración del género humano, se suele oir, por parte de algunos miembros del más elevado
sentir, el lamento de que sus compañeros practican la abstención carnea a lo más solamente por razón de dietética personal, sin ninguna referencia a la gran idea regeneradora, que debe constituir el verdadero problema, si tales grupos quieren en algún momento adquirir fuerza moral. Junto a ellos se encuentran, con una cierta eficacia práctica ya conquistada, las Sociedades Protectoras de Animales; en realidad estas últimas que igualmente buscan el ganar el favor popular desterrando fines utilitarios, podrían, en lugar de eso, obtener éxitos verdaderamente notables una vez que elaborasen los argumentos de la piedad para con los animales, hasta encontrarse con la más profunda tendencia del vegetarianismo; una fusión de ambos movimientos, fundada en esta interpretación, debería ya desarrollar una fuerza de penetración considerable. No menos éxito debería obtener Un llamamiento por parte de ambos grupos a motivos más altos de los hasta ahora salidos a la luz entre las leyes antialcohólicas... podría suceder, por motivos interiores fuertemente fundados, que el socialismo de hoy fuese tomado finalmente en consideración por parte de nuestro mundo, una vez que entrase en una verdadera e íntima comunión con las tres sociedades de que hemos hablado”.
Y sería precisamente Hitler el que llegase a unir —aunque en su persona y no en su partido— esos postulados socialistas junto al vegetarianismo, la defensa de los animales y el anti-alcoholismo. Ciertamente, buena parte de esta postura quedó como algo personal de Hitler, pero es de destacar que dentro del partido y del estado logró algunos éxitos a este respecto entre los que cabe destacar: nueva ley de protección a los animales, prohibición del cruel rito judío de sacrificio de animales, prohibición de artículos en los periódicos sobre la caza, cartillas de racionamiento para perros durante la guerra, nuevas leyes sobre la caza...

IV
Pasaré rápidamente a comentar el cuarto y último punto que nos ocupa y que trata de la relación entre el movimiento wagneriano y el partido nacionalsocialista. Naturalmente no pudieron existir vínculos entre Wagner y Hitler dado que el primero falleció seis años antes del nacimiento de Hitler, sin embargo, y por obra del destino que otorgó extrema longevidad a la mayoría de los amigos y colaboradores de Wagner, que le acompañaron en los últimos años, esa profunda relación entre Wagner y el nacionalsocialismo existió en forma estrecha y manifiesta.
La propia esposa de Wagner, Cósima, hija de Franz Liszt, que sobrevivió a su marido en 47 años, ya en los primeros tiempos de la lucha por el poder de Hitler, cuando éste era apenas conocido, manifestó públicamente su simpatía hacia el movimiento recién nacido, postura que también adopto el hijo de Wagner, Sigfrido y la esposa de éste, la Sra. Winifred Wagner, que todavía hoy mantiene su fidelidad a aquellas ideas.
Como es muy lógico, la personalidad de Cósima Wagner era determinante entre el círculo de aficionados wagnerianos. Ella, más que su propio hijo, determinaba la línea del wagnerismo en el mundo. Sus ideas respecto a los postulados nacionalsocialistas son fáciles de imaginar. Era esposa de Wagner y su íntima colaboradora en sus últimos años en los cuales, precisamente, extremó su postura sobre el proble­ma racial y el problema judío y era, al propio tiempo, hija de Liszt, quien secundaba con entusiasmo las ideas de Wagner, tanto estéticas como políticas, pues escribió sobre el problema judío: “La presencia de los judíos en medio de las naciones europeas es para éstas causa de muchos males y serios peligros. Se encuentran tras todas las conmo­ciones sociales, como están en el fondo de todas las epidemias morales. Aquí conspiran sencillamente contra los más fuertes, mientras se Convierten al mismo tiempo en los servidores de su alegría, los proveedores de sus vicios y los creadores de su ruina. Allí son liberales, aquí republicanos, en otra parte radicales, socialistas, comunistas. No es que intervengan directamente en la lucha, pero suministran fondos”, extendiéndose largamente sobre el tema con profundo conocimiento y acertadas observaciones. También en el aspecto social coincidía Liszt con Wagner y su paralelismo lo podemos ver en las siguientes frases:
“Desterremos toda duda; pronto oiremos sonar en los campos, en los bosques, en los pueblos, en los arrabales, en las salas de trabajo y en las ciudades, las canciones nacionales, políticas, melodías e himnos compuestos para el pueblo, enseñados al pueblo y cantados por el pueblo, ¡sí, cantados por los obreros, por los jornaleros, los artesanos, por mozos y mozas, hombres y mujeres del pueblo... Todas las clases se fusionarán al fin en un sentimiento común religioso, admirable y sublime. ¡Ven, oh hora de la salvación! en la que los poetas y los artistas olvidarán al “público” y conocerán la divisa: ¡la nación y Dios!”. Respondiendo a estas ideas durante la II Guerra Mundial, los soldados alemanes, de todas las clases sociales, cantaron esos himnos, hasta el punto de que uno de ellos empezaba con el tema de Los Preludios P de Liszt, otro con el tema de El Holandés Errante y un tercero, del Frente Alemán del Trabajo, con las campanas del reino del Graal del Parsifal wagneriano. Era lógico, perfectamente lógico, que Cósima secundara las ideas de Hitler.
Cósima, valiente y decidida ayudó a Hitler en unión de los demás miembros del Círculo Wagneriano; Le ayudaron incluso en sus años difíciles, pues cuando Hitler se hallaba en prisión, después del fallido golpe de Munich, le enviaron paquetes y apoyo moral. Los dos más importantes críticos wagnerianos, Houston Stewart Chamberlain y Hans von Wolzogen, apoyaron también decididamente a Hitler. El primero de ellos había escrito el libro “Fundamentos del siglo XIX” que conocía bien Hitler y cuyas ideas compartía como se detalla en otro capítulo de esta obra. Chamberlain fue amigo del propio Wagner y su obra “El Drama Wagneriano” fue traducida al catalán con una dedicatoria del propio autor para los wagnerianos españoles a los que conoció profundamente. Falleció en 1927, es decir, cuando Hitler era un perfecto desconocido y, sin embargo, dejó constancia de su postura llegado a escribir a Hitler: “Usted ha transformado el estado de mi alma de un solo golpe. Que en el momento de su mayor desgracia haya dado Alemania un Hitler, demuestra su vitalidad”.
El otro, Hans von Wolzogen fue nombrado por Wagner director de las “Bayreuther Blatter” y ostentó tal responsabilidad hasta su muerte que tuvo lugar en 1938. Desde los primeros tiempos, Wolzogen fue miembro del Partido y su prestigio contribuyó no poco a la adhesión progresiva de los ambientes wagnerianos. El día de su muerte, todos los periódicos le dedicaron amplias notas destacando su militancia en el partido desde los primeros tiempos.

Creemos que es perfectamente lógico y natural que el gran protector de Wagner que fue Hitler, el hombre que devolvió a los Festivales su pasada grandeza y que pudo hacer conocida la obra wagneriana a todas las clases del pueblo, facilitando localidades gratuitas a obreros y soldados, alcanzando un objetivo que ni el propio Wagner pudo ver cumplido, fuese admirado por amigos, parientes, conocidos y críticos, que convinieron con el maestro y compartieron sus ideas.
Después de la guerra, las autoridades autorizaron la reanudación de los Festivales siempre y cuando la Sra. Winifred Wagner —que estuvo  encerrada en los campos de concentración aliados— renunciase por  escrito a toda relación con los mismos. Los críticos wagnerianos que militaron en el partido fueron apartados, y los cantantes y escenógrafos comprometidos con el régimen caído tuvieron que acabar sus días olvidados y así, poco a poco, se ha querido cambiar el significado  de Bayreuth por medio de escenificaciones tendenciosas y escritos análogos. La escenificación del Tanhaüser en Bayreuth de los años 1974  y 1975, pretende presentar a Tanhaüser como un comunista que lucha  contra la burguesía, en Kassel, el Ocaso fue representado con un Hagen que, vestido con uniforme de Gestapo, ostentaba la calidad de jefe de aquel cuerpo; en Leipzig (Alemania comunista), se presentó la Tetralogía con envoltura comunista, la forja de El Oro del Rhin era una crítica de la revolución industrial y la Cabalgada de las Walkirias una “exhibición impúdica de una marcha triunfal”. Recientemente, también en España ha aparecido un libelo que pretende relacionar a Wagner con el comunismo, pero si bien Wagner puede muy bien ser relacionado con una tendencia política actual, no es desde luego la comunista, pues el ideal socialista de Wagner creemos que ha quedado perfectamente claro. En la URSS, sigue siendo un músico maldito y en Israel, gracias a Dios, continúa prohibido. Una gran parte del movimiento wagneriano sigue apoyando las ideas nacionalsocialistas, ya sea en forma manifiesta o por medio de la difusión del pensamiento wagneriano y de sus ideas estéticas que tantas analogías guarda con el de Hitler y su programa nacionalsocialista.

La divina providencia no quiso que amigos pensadores coincidiesen  en una misma época. Ello fue, sin embargo, posiblemente mejor, pues con las bases teóricas de Wagner, formadas en medio de la confusión de  un sistema —la Monarquía— que desaparecía y con la aparición de otro que arrastraba a los descontentos —el Comunismo— pudo perfilarse y perfeccionarse hasta que en 1919 Hitler decidía llevar al terreno de la política las ideas de Wagner y el principio fundamental de éste; la lucha contra la esclavitud del dinero, la especulación y la plutocracia. “En cuanto las panzas plutocráticas de nuestra civilización, hinchadas gracias a nuestro sudor, sonantes y masticantes, levanten escandalizados su griterío, nos los cargaremos como cerdos a nuestras espaldas, en espera de que ante la inesperada contemplación del cielo, que jamás han contemplado, se vean inducidos al silencio y la reflexión?’