martes, 14 de noviembre de 2017

DE GOBINEAU A CHAMBERLAIN

Imagen relacionadaEl hecho de que dos auténticas figuras del pensamiento como el  Conde de Gobineau y Houston Stewart Chamberlain sean dos desconocidos, o poco menos, es el mediocre mundo intelectual de hoy demuestra hasta qué punto la técnica publicitaria dictamina quién es digno del más bombástico y, a menudo, inmerecido encomio y quién debe ser relegado a las tinieblas exteriores del olvido. A Gobienau, al menos, se le conoce en Francia como literato de segunda fila en un país que ha dado la mejor narrativa del mundo. En cualquiera de las colecciones de ámbito relativamente popular que se editan tras los Pirineos, raro será que no aparezcan las “Novelas Asiáticas”, “Adélaide” o “Mademoiselle Irnois”, y hasta es posible que, con lujo de precuaciones, y siempre precedido de un prólogo preventivo, se publique el “Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas Humanas”. En dicho prólogo, a diferencia de los demás, un desconocido quídam de Transilvania o de Galitzia, afirma que las páginas que siguen no deben tomarse al pié de la letra —oh ¡no!— que el señor Conde era muy original, o algo excéntrico, que en la época en que se escribió el libro las “superadas” teorías racistas eran aceptadas por la mayoría, pero que en nuestra época, genios de la Biología y de la Genética como Lyssenko, Boass, Jacob et alia han “demostrado” su inexactitud. Para reforzar los efectos del insólito prólogo, el aguerrido transilvano salpica la obra de multitud de notas inteligentes, rematando su labor con un Epílogo vengador a guisa de estocada final.Pese a todo, el libro puede encontrarse, lo cual ya es mucho en la inquisitorial época en que vivimos.
En cambio, Houston Stewart Chamberlain ya es mucho más difícil de encontrar. Su obra cumbre “Los Fundamentos del siglo XIX”, que marca una época en la sistematización del pensamiento y la Cultura de Occidente, y de las otras Culturas en sus relaciones con la nuestra, es muy difícil de hallar y raro es que sea reeditada, no ya por anticomercial —mucho más anticomerciales deben ser Adorno y Marcusse— sino por otras razones de índole política. En efecto, mientras Gobineau, aún cuando por definición fuera un racista, con toda la carga emocional que esa palabra desata hoy en día, no dejaba por ello de afirmar, una vez cada dos o tres capítulos por lo menos, que las diferencias entre los humanos, por importantes que fueran, no pasaban de ser insignificantes si se comparaban con la majestad de Dios. Era el clásico bien pensante, de la especie de católicos que gustan de proclamar que lo son, venga o no a cuento, en la tertulia, en el club, en la tri­buna o en el centro de veterinarios de Vilmorin de la Sal-petriére. Gobineau, además, fue francés, mientras que Chamberlain, inglés naturalizado alemán — ¡Horresco referens!— emparentado políticamente con Wagner, el músico maldito, llegó a conocer a Hitler, de infausta memoria para los bien pensantes profesionales, y hasta llegó a afirmar, en una carta que se hizo pública, para su oprobio y vilipendio, que en él veía al hombre genial capaz de actualizar el resurgimiento de Alemania y de Occidente (1). Chamberlain, además, era mucho más cercano a nosotros, no ya en el tiempo, sino en la amplitud de sus ideas que tanto influirían en el Socialismo Etico no-marxista y en el inci­piente nacionalismo a escala europea, y, finalmente, influiría más acusadamente que el Conde de Gobineau en la gestación de la ideología nacionalsocialista en Alemania.
No obstante, Gobineau, como racista, y Chamberlain, como “ditettante” (luego hablaremos de ello) influirían más que nadie, en sus respectivos ámbitos, en el pensamiento de Adolf Hitler.

Para Gobineau las sociedades humanas, por su misma naturaleza orgánica, son mortales, y su condición de tales dimana de una causa común: el caos étnico, expresión que, curiosamente, pertenece a Chamberlain. Gobineau —como se demostraba en épocas menos absurdas y pretenciosas que la actual, es decir, aportando hechos y extrayendo conclusiones— que la causa de la bancarrota de lo que él llama civilizaciones (es decir, lo que Spengler, Treitchske o Yockey llaman Culturas) no es ni el lujo, ni la irreligión, ni el fanatismo, ni la molicie, ni el desgobierno, ni los factores climáticos, ni siquiera las derrotas militares, por aplastantes que hayan sido. La única razón del hundimiento de las sociedades humanas es la mezcla racial. Gobineau, diplomático de primer rango, embajador de Francia y poseedor de una vasta cultura, demuestra cartesianamente, trabajando sólo sobre hechos probados e incontrovertibles, que estas diferencias étnicas son permanentes, que las razas difieren en vigor, en belleza y en intelecto y que las razas mestizas poseen civilizaciones mestizas.
Gobineau afirma que la Raza Blanca es superior a todas las demás, y  que de ella proceden todas las Civilizaciones (Culturas, diríamos ahora) que han sido. El libro, en realidad, descubre cosas que todos sabían ya, en su subconsciente, pero que no expresaban, o lo hacían de forma muy fragmentaria e incompleta. Este es un distintivo común a toda obra genial. La genialidad no es más — ¡ni menos!— que el redescubrimiento de una verdad estupendamente elemental enterrada bajo mon­tañas de rutina, indiferencia y verdades “aproximadas”. Todo el mundo sabe que Beethoven es superior al Tam-tam y la Capilla Sixtina a la choza del indio payute, aun cuando algunos de nuestros tiñosos, barbudos y sandalieros “intelectuales” lo duden o incluso lo nieguen. Pocos saben de donde procede esa abismal diferencia y los que lo saben, o debieran saberlo, gustan de tergiversar o de buscar coartadas humanitarias, religiosas o de otra índole.
Sería pueril creer que Gobineau sólo tomaba en consideración el aspecto, digamos zoológico, de las razas. Frecuentes son sus referencias a la influencia de los factores espirituales en la creación de las grandes razas, pero también sería injusto negar que Chamberlain, por ejemplo, completó el esquema gobiniano, espiritualizándolo. Para Chamberlain, la raza, además de su aspecto objetivo, presenta otro aspecto subjetivo. Raza, para él, es, en primer término, lo que un hombre siente. Este mismo concepto es postulado por Francis Parker Yockey. Chamberlain, por ejemplo, afirma que si raza es lo que un hombre siente, lo que él siente influencia, determina incluso, lo que hace. El concepto subjetivo de raza es, pues, una cuestión de instinto. Se dice que un hombre es de raza si tiene instintos fuertes, nobles y sanos. No es de raza si sus instintos son débiles, enfermizos, mezquinos. Claro es que el aspecto corporal, somático, se halla en la base de la riqueza y nobleza de instintos, pero aquél no presupone, necesariamente, éstas.
Chamberlain era un espíritu más universal que Gobineau, entendien­do el concepto universal como extensión de sus conocimientos; pero al mismo tiempo era más “provincial”. Chambertain lo veía todo como alemán y su obsesión desmenuzadora de analista, a base de buscar la exactitud, de perseguir obstinadamente el matiz, de radiografiar la menor circunstancia, conseguía el efecto logrado por todo gran pensador alemán: la fatiga, en el mejor de los casos, el embrollo, las más de tas veces. Sólo Goethe y, modernamente Spengler, lograron escapar a esa maldición germánica. Gobineau, en cambio, es —valga la perogrullada— tremendamente francés. Por encima de todo, le preocupa la claridad. Quiere transmitir un mensaje al lector, al que respeta, y se esfuerza en presentar las cosas diáfanas, con galanura y estilo, como un Debussy. Gobineau es incompleto, y uno aseguraría que él mismo se daba cuenta de sus limitaciones, y que, por ejemplo, su concepto de Raza es excesivamente simplificador, somero y lineal, pero que prefería dar una versión, aunque incompleta, clara y precisa, huyendo de las matizaciones de los especialistas. Y lo bueno del caso es que, en ese aspecto de la Etnología, Gobineau era más experto que Chamberlain que, no obstante, decía de él que (Gobineau) “no presentía la enorme complejidad del problema que trataba de resolver tan ingenuamente, armado de una infantil omnisciencia”.( 2).
Gobineau poseía, por encima de todo, una gran honradez intelectual. No era el iluminado convencido de “su” razón, sino que su obsesión eran los hechos sin solicitar de tos mismos interpretaciones abusivas y forzadas. Poseía la inteligencia poco común dentro del profesional o especialista que empieza por reconocer que su propia profesión o especialidad es de trascendencia relativa o secundaria. Diplomático de profesión, Gobineau reconocía que el mérito relativo de los gobiernos carece de influencia en la duración de la vida de los pueblos. Católico ferviente, concluía en el séptimo Capítulo de su obra capital que “el Cristianismo no crea ni transforma la aptitud civilizadora”. Hombre del decimonónico siglo del “Progreso” proclamó que nuestra Civili­zación no es superior a las que la precedieron y que la humanidad no es infinitamente perfectible.
Wagner, amigo de Gobineau, resumió, trás haber leído el “Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas humanas”, sus ideas sobre esta obra en “Heldentum und Christentum”: “La más noble raza humana, la raza aria, degenera únicamente, pero infaliblemente, porque, al ser menos numerosa que los representantes de las razas inferiores, se ve obligada a mezclarse con ellas, y lo que ella pierde al adulterarse no es compensado por lo que ganan las demás al ennoblecerse”. Pero Wagner, en vez de llegar a las conclusiones pesimistas de Gobineau sueña en un florecimiento del arte verdaderamente estético, obtenido por la acción purificadora de la Religión sobre la Raza.


Houston Stewart Chamberlain, de noble familia inglesa y escocesa, hijo de un Almirante de la Royal Navy, estudió en Versalles y en Ginebra y pasó luego a residir, sucesivamente, en el Mediodía de Francia, en Austria y en Alemania. Allí escribió su monumental “Fundamentos del siglo XIX”, así como su “Wagner”. Chamberlain, inglés de pura ce­pa, educado en Francia, admirador de todo lo escandinavo y todo lo latino, que escribió en alemán es, propiamente hablando, un Europeo.
Un europeo “provincial”, como hemos dicho, pero un gran europeo.
Un nacionalista europeo y no un cosmopolita, como dijeron algunos críticos de romas entendederas, pues el cosmopolitismo se halla en las mismas antípodas del nacionalismo. Un “provincialismo” germánico que tanto han reprochado algunos, como Volpe y Rebatet, que no impidió a Chamberlain sentirse profundamente europeo, aún por encima que alemán, lo cual era mucho decir... para ese inglés criado en Francia. Para Chamberlain, la historia de Europa propiamente dicha empieza en los alrededores del año 1.200, en los albores del siglo XIII, en que  los germanos, es decir, el elemento racialmente predominante en toda
Europa y especialmente en sus zonas septentrionales empiezan a desarrollar el papel que “está destinado a llevar a cabo en el mundo, como fundadores de una civilización y de una cultura enteramente nuevas”.
(“Fundamentos...” pág. 18) Tal vez ese “enteramente” pueda discutirse, pues no cabe duda, como el mismo Chamberlain afirma en otros pasajes de su obra monumental, que los “occidentales” o europeos, hemos heredado muy importantes aportaciones de las anteriores culturas, egipcia, india y clásica en especial. Es en el siglo XIII cuando el mundo se cubre de “un hermoso manto de iglesias nuevas”, que llega a propagarse incluso hasta Chipre y Siria, donde lo introducen los cruzados. Y cuando se funda en Bolonia la primera universidad pu­ramente laica (su facultad de Teología no aparecería hasta dos siglos después). También fue en el siglo XIII cuando vivieron Gottfried von Strassbourg, Walter von der Vogelweide, Chrestien de Troyes, Wolfram von Eschenbach; artistas admirables como Giotto, Niccoló de Pisa, el gran Dante Alighieri, Alberto Magno, San Francisco de Asís —el más ario de los santos, como dijo Vacher de Lapouge— o cuando el veneciano Marco Poco realizó sus fantásticos viajes que cimentaron los conocimientos que poseemos sobre la superficie de nuestro planeta.
En la primera parte de los “Fundamentos”, Chamberlain se ocupa de la herencia que nos viene del mundo antiguo; a continuación de los herederos, y finalmente de la lucha de esos herederos por la herencia. Por lo que se refiere a la herencia, se esfuerza en desmitificar la importancia concedida a la aportación cultural helenista y, sobre todo judaica. Para él, los griegos fueron unos geniales manipuladores propagandísticos, que exageraron hasta la náusea sus realizaciones artísticas y, sobre todo, sus éxitos militares. Marathon y Salamina no fueron más que escaramuzas, afirma Chamberlain y sus argumentos no parecen, en ese punto, excesivamente convincentes. En cambio, su aseveración de que el hundimiento casi brusco de la cultura de las “polis” griegas fue causado por la mezcla racial con semitas y negros, generalmente esclavos importados de las colonias-factorías griegas coincide plenamente con la opinión de Gobineau en su celebrado “Ensayo”. En cuanto a los judíos, tras protestar contra la tendencia a convertirles en la cabeza de turco que debía pagar por todos los vicios de la época, admite, calificándola de “profunda”, la realidad del llamado ya entonces “Peligro judío”. De ese peligro, dice Chamberlain, el judío no es el responsable, porque nosotros mismos lo hemos creado, y por lo tanto nosotros mismos debemos vencerlo. Nadie nos man­daba dar carta de ciudadanía a un extranjero, en el sentido dado por la lengua latina a esa palabra: “alenius”, extraño, loco, y por extensión, adversario. Después de demostrar que el judío moderno, a pesar de la vigilancia que hoy se llamaría “racista” de los rabinos, es, en la actualidad, un mulato de negro, semita, beduíno y blanco, niega la ya en los albores de siglo pretendida teoría de la aportación de los judíos a la Cultura Occidental, analizando una a una las muy cacareadas figuras de las intelectualidad y el arte judíos. Al único que, sorprendentemente, trata aceptablemente bien Chamberlain es al, a nuestro juicio demasiado famoso Siegmund Freud. Que Freud pueda seducir a nadie, al menos dentro del ámbito de la Cultura Occidental, es algo que parece increíble en un sabio de la altura de Chamberlain, y sólo se explica por su condición de “dilettante”. El “dilettantismo”, con todas sus ventajas, tiene también grandes inconvenientes y uno de ellos son los juicios precipitados. Es posible que cuando Chamberlain escribió los “Fundamentos” no se conociera aún con profundidad el alcance de la obra de Freud.
Fue Chamberlain el primero en estudiar, en los “Fundamentos” las circunstancias de la entrada de los judíos en la historia mundial, y fue también el primero en poner en duda que Cristo fuera, desde el punto de vista racial, un judío auténtico. El fué el primer escritor que llegó a la conclusión que el nombre de Galilea, tierra de orígen de Jesús, deriva, en realidad, etimológicamente, de Gelil Haggoyim, que significa en hebreo antiguo “tierra de los gentiles”, es decir, “tierra de los no judíos”. en que sólamente vivían no-judíos. Eran fácilmente distinguibles, no sólamente por su dialecto, sino por su aspecto físico. “La posibilidad de que Cristo no fuera judío e incluso que no tuviera ni una sóla gota de sangre judía en sus venas es tan grande que es casi vecina de la certeza”, escribe en su obra citada (Pág. 256).
Tras la herencia, ocúpase Chamberlain, como ya hemos dicho, de los herederos, es decir, de los Europeos y, por extensión, de los “Occidentales”, aún cuando geográficamente no-europeos. Estudia las realizaciones de su desarrollo a lo largo de los siglos XIII al XVIII, hasta llegar al XIX. Los estudios que hace de algunos europeos preeminentes como, por ejemplo, Goethe, Napoleón, Kant, Galileo, Copérnico y  Newton, son atinadas y profundísimas monografías. Su estudio sobre Ignacio de Loyola es digno de particular atención. Afirma que  “Loyola es el símbolo del antigermanismo”, un “semijudío intelectual” y que su creación, la Sociedad de Jesús, se convertirá paulatinamente en una potencia extrareligiosa dentro del seno de la Iglesia a  la que desvirtuará por completo.
Finalmente, tras hablar de la herencia y de los herederos, Cham­‘,. berlain se refiere bastante someramente, a la lucha de los herederos por la herencia. Para él, el heredero principal, el hermano mayor de la familia europea, es el hombre germánico. Por germánicas entiende a las poblaciones enraizadas al norte de la línea Lyon-Milán, hasta el Báltico, los demás son hermanos menores, que deben esforzarse en emu­lar al mayor y que, a veces, hacen grandes cosas y de sus filas surgen figuras excepcionales, como el Dante, Napoleón, Velazquez, Calderón, Cervantes, Arago....
Se ha reprochado a Chamberlain un supuesto “ateísmo”. Esto lo han dicho, entre otros, Bergson, Porto-Riche, Maritain y Maurras, judíos los tres primeros, pequeño nacionalista francés, enamorado del “Midi” y de una “Cultura Latina”, opuesta a la Germánica el último. En realidad, Chamberlain, era profundamente religioso, y, ciertamente, anticlerical. En su época, ese anticlericalismo, mezclado con una absoluta desconfianza hacia Roma y su “digno menosprecio” del Judaísmo, pudo ciertamente resultar detonante para los bien pensantes, pero la obra de hombres como Chamberlain, trasciende a su época y, hogaño sería considerado un religioso “reaccionario” por los pseudointelectuales de las barbas y la tiña.
A este respecto es curioso un pasaje de los “Fundamentos” respecto a la influencia de la clerecía sobre el destino histórico de España. Trás afirmar que no es posible interpretar la historia basándonos en su sólo principio y que lo que designamos con la palabra “raza” es una fenómeno plástico dentro de ciertos límites, y recordar que lo físico influye en lo intelectual y lo intelectual también sobre lo físico, Chamberlain cita, como ejemplo: “Supongamos que la reforma religiosa, que durante algún tiempo alcanzó tan notables progresos entre la nobleza española de origen gótico, hubiera encontrado en un príncipe ardiente y audaz al hombre capaz de separar de Roma a su nación, aunque fuera a sangre y fuego (y en esa hipótesis poco hubiera importado que perteneciera a los luteranos, los calvinistas o cualquier otra secta, siendo el único punto decisivo la separación completa de Roma): ¿Se imagina alguién que España, por mezclada que estuviera su población de elementos ibéricos y de bastardos del caos étnico, estuviera hoy en día donde está? No. Nadie que haya visto de cerca a esos hombres nobles y bravos, a esas mujeres bellas y apasionadas, que haya sido testigo de la manera en que esa pobre nación está sometida, sujuzgada, maniatada por su Iglesia, que sabe cómo su clero ahoga los gérmenes de toda espontaneidad individual, favorece la más crasa ignorancia y fomenta sistemáticamente las más pueriles supersticiones y la más envilecedora idolatría” (“Fundamentos...” pág. 1154). Pero, añade Chamberlain:
“no se deben imputar esos efectos a la fe por si misma: sólo son imputables a la organización política que es la Iglesia romana. Prueba de ello la tenemos en los países más libres, en que esa Iglesia debe afirmar su derecho a la existencia luchando contra otras Iglesias, adoptando entonces otras formas, propias a satisfacer a hombres que han llegado a un nivel de cultura más elevado”. (“Fundamentos...” pág. 1155).
Se ha dicho que Chamberlain combate a los dogmas del Cristianismo y, particularmente del Catolicismo, y tampoco es verdad. Simplemen­te se limita a decir que para el hombre tal como es, o, si se quiere, tal como lo ha hecho la cultura Occidental, los dogmas cuentan muy poco. Lo que cuenta es la Moral. Por ese motivo enaltece la figura de Santo Tomás de Aquino (otro “germánico” genial) que se limita a decir que cree en los dogmas por razón de fe —credo quia absurdum, decían los escolásticos— y combate la de Ramón Llull que trata de explicarlos racionalmente. Uno de los escasos pasajes de los “Fundamentos” en que asoma ligeramente la ironía es aquél en que se comenta la filosofía luliana.
Su distinción entre Religión e Iglesia: ésta, organización que predica que su reino no es de este Mundo pero que por razón de su propia naturaleza orgánica actua compulsivamente como deben actuar todos los organismo de este Mundo, traicionando consciente o inconscientemente lo que predica; aquélla, relación entre el hombre y Dios... es una distinción que coincide plenamente con la distinción spenglenana (O. Spengler, Años decisivos).

Pero el principal de los reproches que se han hecho a Chamberlain ha sido el por algunos llamado “cerrado germanismo” de casi todos sus escritos, especialmente de los “Fundamentos”. En realidad, tal apreciación es, por lo menos, bastante errónea. Es cierta en cuanto Chamberlain, que espiritualmente quiso ser alemán, no pudo sustraerse a la regla, muy humana, que precisa que los convertidos o adoptivos son más estrictos que los de origen; aquello que en España llamamos ser más papistas que el Papa. Para Chamberlain, el super-Europeo, Alemania o, más exactamente, lo pan-germánico, era el núcleo de Europa, y no hay ningún motivo para asumir que no pudiera tener razón incluso en eso. Pero para él. Alemania, o lo germánico, como afirma repetidas veces en el Capítulo “La Formación de un Mundo Nuevo”, no podía aspirar a más —o a menos— que a ser un “primus inter pares” o, como dice en el Capítulo “Raza”, el hermano mayor.
Finalmente se le ha criticado, con virulencia extrema, por la influencia que pudo tener, y que fue ciertamente muy grande, en la formación del pensamiento político de Adolf Hitler y de los hombres que, junto a él, crearon en Alemania el movimiento nacionalsocialista. Esa crftica, que desde el punto de vista de los que la formularon es indudablemente justa tiene el inconveniente de ser infundamentada y partidis­ta. En efecto, se ha dicho que el concepto de Raza de Chamberlain fue adoptado por el futuro Führer y plasmado en el “Mein Kampf”. Es rotundamente falso. Para quien haya leído esa obra y los “Fundamentos” resultará evidentísimo que en lo que menos influyó Chamberlain en Hitler fue en su concepto de la “Raza”. En casi todo influyó bastante o muchísimo según los casos, pero en el concepto de Raza, muy poco. Quien más influyó en el concepto racial del nacionalsocialismo alemán no fue el inglés Chamberlain, sino los franceses Gobineau y, sobre todo, Vacher de Lapouge y, en menos escala, el alemán de origen noruego, Bergman. Decir que Chamberlain —como se ha dicho— fue el genio inspirador de Auschwitz (aún admitiendo, a efectos puramente polémicos que todo lo que se ha dicho de Auschwitz fuere cierto) es una prueba suplementaria de que la letra impresa resiste cualquier imbecilidad.
Para Chamberlain resultan confusas las elucubraciones de los antropólogos extrayendo conclusiones positivas o negativas de los resultados caóticos obtenidos mediante la mensuración craneal; igualmente le merecen poco crédito los razonamientos de Salomón Reinach cuando pone en duda la existencia de una raza aria porque muchos filólogos alegan contra ella la incertitud del criterio lingüístico. Lo único que Chamberlain ve diáfanamente claro es que todos los investigadores que se han ocupado de la Historia del Derecho se han puesto de acuerdo —o se pusieron en su época— para emplear la expresión de arios o indoeuropeos, por apreciar, en ese grupo de pueblos emparentados por la lengua y los caracteres somáticos más relevantes, como la pigmentación de la piel, una concepción del derecho particular que, desde el principio, y luego a través de todas las ramificaciones de un complejo desarrollo, difieren radicalmente de ciertas nociones jurídicas inextir­pables, propias a los Semitas, los negros o los amarillos. Y concluye Chamberlain: “Ninguna mensuración craneana, ninguna argucia filológica, no podrá nunca suprimir ese hecho grande y simple a la vez, hecho obtenido para la Ciencia merced a las pacientes y minuciosas encuestas de los historiadores con base cultural judaica: este hecho demuestra la existencia de un ARIANISMO MORAL, opuesto a un no arianismo moral, por diversificada que aparezca la composición de los pueblos que formen parte del grupo” (“Fundamentos...” pág. 164).
Trás dejar bien sentado que, a su juicio, el elemento fundamental en la Raza es moral, Chamberlain cita, en el Capítulo “El Caos Etnico” las por él llamadas Cinco Leyes Fundamentales de las que parece depender la formación de las “Razas nobles”. La primera de tales leyes es lo que él llama “existencia de un primera materia de excelente calidad”. A continuación se declara incapaz de adivinar de dónde procede esa materia primaria, y sale por la tangente citando a Goethe que dice: “... Es aquella cuyo nacimiento se nos esconde en la noche de los tiempos; aquello que no podemos concebir como habiendo nacido.” Gobineau, tal vez el pensador de mayor coraje intelectual del siglo XIX, nos explica lo que es la primera materia excelente solicitada por Chamberlain. Para él, son los primitivos grupos étnicos arios que, partiendo del Asia Central (3) se esparcieron hacia el Sur y el Sudeste. Esos grupos conservaron su cohesión y su fuerza moral y material en proporción inversa a sus cruces con otros grupos humanos. Esto lo deduce Gobineau de la observación paciente y razonada cartesianamente, a la francesa, sin recurrir al criterio de juristas, filólogos y moralistas excepto en contadísimas ocasiones.
La segunda de las leyes se refiere a la endogenia en profundidad, es decir, no sólo las uniones matrimoniales circunscritas al grupo racial humano en cuestión, evitando al máximo las uniones con grupos externos y, sobre todo, inferiores, sino también a la endogenia — ¡hasta ciertos límites!— entre miembros de unidades orgánicas que forman parte de dichos grupos. Esta sub-endogenia interna es la que facilita el nacimiento de grandes familias nobles, en el auténtico sentido de la palabra “noble”.
La tercera ley es la de la Selección, que es tanto más fácilmente comprensible cuanto más familiarizado se está con los principios de la cría de los animales y de las plantas. No es que Chamberlain pre­conice la animalización de la especie humana; simplemente se limita a constatar los efectos de la selección tal como la practicaron los griegos, los romanos y los germanos y, sobre todo y antes que na­die, los judíos según atestiguan sus libros “sagrados”.
La cuarta ley fundamental, menos generalmente reconocida, parece deducirse con flagrante evidencia de la Historia y encuentra su confirmación en la experiencia de los que se ocupan de la cría de especies animales y vegetales puede ser formulada diciendo que a la formación de toda raza importante precede sin excepción una mezcla de sangre, pero esta ley, sin introducir elementos nuevos en el problema de las razas, precisa, restringiéndolo, el sentido de la cuarta, en el sentido de que sólamente las mezclas de sangre muy determinadas y limitadas contribuyen al ennoblecimiento de una raza o a la formación de una raza nueva (“Fundamentos...” pág. 380). Evidentemente, ahí Chamberlain juega, un poco inconscientemente, con los conceptos de “raza” y “sub-raza” o, como dirían Chamberlain y Vacher de Lapouge, “etnia”, pero lo cierto es que el fondo de su pen­samiento resulta lo suficientemente claro para no precisar correctivos.

Tanto Chamberlain como Gobineau terminan sus dos obras fundamentales con una especie de epílogo, titulado por aquél “La formación de un mundo nuevo” y por éste “Conclusión General sobre la Desigualdad de las Razas”. En ambos se explaya una “Weltanschauung” —una concepción del mundo— para uso de la raza blanca (o aria, indogermánica, caucasiana, o lo que se quiera). No se trata de una visión optativa del porvenir, en la forma pueril, de “happy end” que ha popularizado la moderna infra-literatura, dirigida a entes con alma de lacayos, incapaces de soportar, por ejemplo, la lectura de una gran tragedia. Se trata de la formulación de un principio puramente orgánico que luego sistematizaría con la simplicidad del genio, Francis Parker Yockey, en su —para esta época— lógicamente desconocida obra “Imperium”. Tanto para Chamberlain, desde un punto de vista total, como para Gobineau desde un punto de vista racial, orgánicamente, a un ser vivo, como lo es una gran cultura, sólo se le presentan, en una encrucijada histórica, dos alternativas: o seguir los dictados de su im­perativo interno, o no seguirlos. En el primer caso, el organismo sigue el camino marcado por su Destino; en el segundo, enferma y muere. No hay solución de recambio.
Gobineau formula su última alternativa con una cierta, innegable carga de pesimismo. Chamberlain es más optimista. Pero como quiera que tanto pesimismo como optimismo son simplemente posturas ad hominem, que describen una actitud del pensador pero no influyen para nada en el valor del pensamiento, puede decirse que Gobineau y Chamberlain son dos grandes filósofos que se complementan admirablemente, aún y cuando éste último, gran admirador del francés, se mostrara en completo desacuerdo con él por no matizar inteminable­mente, germánicamente, en ciertas nimiedades, aunque coincidiera en todo lo esencial. Es curioso que en las últimas páginas del “Ensayo”, Gobjneau escriba: “Un pueblo tiene siempre necesidad de UN HOMBRE que comprenda su voluntad, la resuma, la explique y le conduzca allí dónde debe de ir. Algo parecido dice Chamberlain en los “Anexos” de sus “Fundamentos”. Que el francés lo llame “monarca” y el anglo-alemán “jefe” no tiene la menor significación. El fondo es el mismo, no importan los nombres.

Es curioso que muchos de los hombres que más influyeron en la formación de todo el contexto ideológico del nacionalsocialismo alemán, no fueran alemanes. Los ejemplos más flagrantes son sin duda los de Gobineau y Houston Stewart Chamberlain, pero tampoco pueden silenciarse nombres tan augustos como los del gran antropólogo francés Vacher de Lapouge; de los filósofos igualmente franceses Georges Sorel y Blanqui; del noruego-alemán Bergman; del italiano Volpe y del viejo luchador sueco, Einar Aberg. Esto sería una prueba suplementaria de la veracidad de las aseveraciones de Chamberlain, en el sentido de que Alemania es “el hermano mayor”, pues al lado de los anteriormente citados están las figuras de Schopenhauer, Nietzsche, Berhardi, Wagner, Treitchske, Moltke, cuya influencia en la gestación del nacionalsocialismo fue decisiva en diversos grados de intensidad. Pero un “hermano mayor” muy necesitado de los más jóvenes, como nos demuestra la propia existencia, entre otros, de esas dos lumbreras del pensamiento europeo, el Conde de Gobineau y Houston Stewart Cahm­berlain, precursores de un Nuevo Amanecer.


(1) “Hitler pertenece a las pocas figuras luminosas, a los hombres completamente transparentes. Hitler se entrega en cada una de sus palabras y cuando había dirige su mirada a cualquiera de los oyentes. Nadie puede resistirse a esta mirada fascinadora... Que en el momento de su mayor desgracia haya dado Alemania un Hitler, demuestra su vitalidad”. (7-10-23 y 20424).
(2) “Wagner, Gobineau, Chanberlain”, anexo a “Fundamentos...”, pág. 1394. Ed. Suiza.
(3) Etnógrafos y arqueólogos posteriores a Gobineau, excavando en el Pasado, han logrado demostrar que, antes del Asia Central, fue el Gran Norte, tal vez Groenlandia, el lugar de procedencia del hombre blanco. aún más modernamente, si hemos de creer el testimonio de las Cuevas de Glozei, debería admitirse que el origen —por lo menos a la luz de los últimos descubrimientos esta ría... ¡en Europa!.

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