Alberto Ruz Lhuillier (1906-1979), al que también podemos encontrar en la bibliografía como Alberto Ruiz, nació en París. De joven se trasladó a Cuba, donde se educó en la universidad nacional de aquel país para luego saltar a Méjico. Allí Ruz amplió sus estudios en la Escuela de Antropología e Historia. Sus investigaciones sobre arqueología y antropología de la cultura maya lo llevaron a la Universidad Autónoma de Méjico y a volver a París, donde se convirtió en poco tiempo en uno de los máximos especialistas.
El hallazgo más importante de Alberto Ruz, y por el que alcanzó fama mundial, fue el descubrimiento en el año 1952 de la tumba del Señor Pacal (615-683 d.C.) en lo más profundo del Templo de las Inscripciones de Palenque, en el Estado de Chiapas (Méjico). Ese complejo arqueológico se encuentra a unos 8 kilómetros al Sur de la población de Santo Domingo del Palenque, de donde toma su nombre, en el extremo Sur de la península de Yucatán.
Sin embargo, la historia de ese sensacional descubrimiento comienza varios años antes de 1952. En 1949 Alberto Ruz fue nombrado director de investigación de la zona de Palenque por el Instituto Nacional de Antropología e Historia de Méjico (INAH). Aunque el lugar había sido visitado asiduamente por innumerables aventureros, artistas y algunos pocos científicos desde su descubrimiento en 1785, su descubrimiento en la jungla seguía ocultando con un denso velo verde los tesoros de Palenque.
Cuando Ruz se enfrentó por primera vez en la primavera de ese mismo año de 1949 al Templo de las Inscripciones de Palenque, el monumento apenas era visible sumergido en una densa cortina de vegetación. Nunca antes se había explorado de una manera científica, y todo parecía indicar que ese monumento, el más hermoso de Palenque y el que tenía visos de estar construído sobre una estructura más antigua, podía albergar gran cantidad de tesoros.
Los trabajos de «deforestación arqueológica» no tardaron en sacar a la luz una enorme construcción de forma piramidal compuesta por ocho plantas. En la última plataforma se encontraba el acceso a un templo. Dentro de él, Ruz se sintió atraído por una de las losas centrales del piso. Las escenas de los relieves de las paredes no se detenían al llegar al suelo. Parecía que continuaban por debajo de éste. Eso, junto con la forma de la losa, señalaron al arqueólogo que debía de haber algo debajo del templo.
EL DESCUBRIMIENTO
A finales de Mayo de 1949, Ruz descubrió la presencia de una escalera labrada en la roca de la montaña y, según sus propias palabras, «muy bien conservada». La escalera se hundía hacia el interior de la montaña y estaba llena de restos de arcilla y bloques de piedra.
Tras descender 45 peldaños, Ruz alcanzó un primer rellano con un giro en forma de U. Allí el arqueólogo descubrió la entrada a dos pozos que interpretó como puntos de entrada de luz y aire en la Antigüedad desde un cercano patio. Pero la escalera no terminaba allí. Tras ese rellano otros 21 escalones llevaban a un pasillo occidental obstruído por una pared. Tanto al final como en el primer escalón alguien había dejado sendas cajas con ofrendas en su interior hechas de jade, cerámica y una hermosa perla en forma de gota.
No quedaba más remedio que tirar abajo la pared para poder continuar en el descenso hasta donde entonces nadie sabía qué. El muro tenía varios metros de grosor y estaba hecho con arcilla y piedras. Tras él, Ruz se topó con una nueva losa; en esa ocasión de forma triangular. A sus pies, como si se tratara de las ofrendas que anunciaban un enterramiento, los arqueólogos descubrieron los huesos de seis jóvenes, uno de los cuales era una mujer. Exactamente se encontraban a 25 metros por debajo del templo de la cima y a solamente 2 de la base de la pirámide.
Más allá de la losa triangular, finalmente, había una cámara de 9 x 4 metros, cuyas paredes estaban decoradas con relieves en estuco. Era el 15 de Julio de 1952 y Ruz acababa de hacer uno de los descubrimientos más apasionantes de la historia de la arqueología. Lo más asombroso descansaba en el centro de la habitación. Allí había lo que en un principio creyeron que era un altar formado por una enorme losa de piedra de 3,8 metros de longitud, 2,2 de ancho, 25 centímetros de altura y de 5 toneladas de peso. La losa descansaba en un monolito de 6 metros cúbicos apoyado sobre 6 grandes bloques de piedra trabajada, todo ello cubierto de espectaculares relieves.
Mover la losa fue toda una proeza. Para ello fue necesario cortar un árbol en la cercana selva, cortar el tronco en diferentes longitudes, transportarlo con camiones hasta el pie de la pirámide y luego, mediante máquinas y fuerza bruta, subirlo al templo para bajar los maderos hasta la cámara sepulcral. La operación de levantamiento de la losa se llevó a cabo con éxito la noche del 27 de Noviembre de 1952. En su interior, Ruz descubrió los restos humanos de un hombre de unos 40 ó 50 años. El cuerpo estaba boca arriba con una máscara de jade cubriéndole el rostro y las orejas. Entre otros tesoros que se descubrieron con él había figuras de jade y varias joyas en forma de diadema, collares y anillos.
En aquellos años de la década de 1950, todavía no se había descifrado el significado de los glifos mayas. Tiempo después, cuando se resolvió el misterio, todos reconocieron el trabajo del arqueólogo y el de su continuador, su hijo Alberto Ruz Fuiller, nacido en 1945. Efectivamente, aquélla era la tumba de un personaje importante de Palenque. Ya no había duda; Alberto Ruz descubrió la tumba del Señor Pacal, cuyo reinado, como ya he dicho antes, se dio entre los años 615 y 683 de nuestra Era. Con ello no solamente daba un paso adelante en la historia de los grandes descubrimientos, sino que además daba una nueva vuelta de tuerca a los estudios que había hasta la fecha sobre las pirámides mejicanas. El hallazgo de Ruz confirmó que los monumentos centroamericanos no solamente eran lugares de culto sino que, además, se asemejaban a las pirámides egipcias, utilizadas miles de años antes como lugares de enterramiento.
LA LEYENDA DEL «ASTRONAUTA»
Es cierto que a simple vista hay que reconocer que la losa de Palenque llama la atención. Nadie puede negar que ante nosotros tenemos la representación de una persona en una postura que se asemeja mucho a la de los modernos pilotos de motocicletas o a la de los no tan modernos pilotos de cohetes. Hace cuarenta años, cuando saltó a los medios de comunicación la historia del «astronauta» de Palenque, el trasfondo histórico de Pacal, al parecer, no colmaba las expectativas ni era lo suficientemente atractivo como para hacerlo encajar en la descripción de la singular figura de la losa.
En 1966 la revista Clypeus de Turín (Italia) publicó un sorprendente artículo titulado «L'Enigma di Palenque». Sus autores eran dos investigadores de Niza, André Millou y Guy Tarade. La interpretación que hacían en el mencionado artículo no dejaba ninguna clase de dudas para ellos:
«El personaje que está en el centro de la losa y que nosotros llamamos piloto —nos explican Millou y Tarade— lleva un casco y mira hacia la parte delantera del aparato. Sus dos manos manipulan unos resortes. La mano derecha se apoya sobre una palanca idéntica a las utilizadas en el cambio de marchas de los autos Citroën 2 CV. Su cabeza está apoyada en un soporte; un inhalador penetra en su nariz, lo que indica claramente un vuelo estratosférico.
«La nave donde viaja, exactamente equipada como un cohete espacial, parece ser un vacío cósmico que utiliza la energía solar. En efecto, en la parte delantera del aparato aparece la figura de un papagayo, pájaro que representa al dios volante de los símbolos mayas. La palabra "energía" sería más apropiada que la de "dios", ya que en la descomposición de la luz mediante prisma podemos encontrar la gama de colores del plumaje de una papagayo. El color dominante habitual de estos pájaros es el verde, color de los dioses venusianos. Y cosa muy curiosa y coincidente es que los testimonios más fidedignos afirman que los platillos volantes, a su paso por el cielo, lo impregnan de color verde.
«En la parte anterior del cohete, justo detrás de la proa, están dispuestos diez acumuladores, y también son visibles más condensadores de energía. El motor se halla en cuatro compartimientos en la parte delantera, y en la trasera aparecen unas células y vemos unos órganos complejos que están conectados por unos tubos a una tobera que expulsa fuego».
Eugenio Danyans de la Cinna en su clásico Platillos Volantes en la Antigüedad (1967) señalaba que:
«El extraño grabado que decora la losa ha desconcertado a los hombres de ciencia porque se parece, como una gota de agua a otra, a un cohete cósmico o cápsula espacial del tipo Mercury, propulsado por energía iónica o fotónica. Dicho de otra manera: ¡nos hallamos ante una astronave de hace diez mil años!».
Quien acabó de poner la puntilla haciendo mundialmente famoso al que ya se conocía como el «astronauta» de Palenque fue el escritor suizo Erich von Däniken. En 1968 publicó su libro Recuerdos del Futuro, que apareció en España en 1970. En él se retomaba la historia de la tumba descubierta por Alberto Ruz como una prueba irrefutable de que los extraterrestres nos visitaron en la Antigüedad, llegando incluso a colonizar y a dejarnos pruebas de su alta tecnología.
La descripción que hace Däniken del relieve, cuyo descubrimiento fecha de forma errónea en el año 1935, no tiene desperdicio:
«Ante nuestros ojos aparece un ser humano, sentado con el torso inclinado hacia adelante como un corredor ciclista; cualquier niño de nuestros días identificaría su vehículo con un cohete. El artefacto tiene una cabeza puntiaguda, continúa con unas extrañas aletas estriadas, luego se ensancha y termina a popa en un fuego llameante. El propio ser, encorvado y tenso, manipula una serie de palancas indefinibles y apoya el talón izquierdo en una especie de pedal. Su indumentaria es funcional: un pantalón corto a cuadros con un ancho cinto, una chaquetilla de moderno corte japonés, gruesas manoplas y polainas. Puesto que conocemos ya como precedente otras representaciones similares, nos extrañaría mucho la falta del complicado sombrero. Pero no, ahí está de nuevo el casco con sus resaltes y pinchos semejantes a antenas. Nuestro astronauta —su silueta es inconfundible y, por tanto, podemos llamarlo así— no evidencia sólo acción por la actitud; ante su vista cuelga un aparato que él observa con mirada fija y penetrante. Entre el asiento delantero ocupado por el astronauta y la parte posterior del vehículo, donde vemos cajas, círculos, puntos y espirales, hay varios puntales».
Hay más descripciones, pero todas redundan finalmente en el mismo tema. Aquí me he limitado a proponer, quizá, dos de las más clásicas. A la sazón, la de los creadores de la teoría, André Millou y Guy Tarade, y la de quien la hizo mundialmente famosa, Erich von Däniken.
Como se puede intuír fácilmente, para todos ellos la losa de piedra del rey Pacal era una evidencia que había que sumar a otras documentales ya conocidas con anterioridad. Entre ellas estaba el Popol Vuh, cuya traducción más aproximada sería «Libro del Consejo» o «Libro de la Comunidad». Se trata de un libro escrito en lengua quiché, correspondiente a un grupo étnico de la familia maya. Se cree que fue puesto sobre pergamino a mediados del siglo XVI para recoger tradiciones orales mucho más antiguas. Su autor podría haber sido un quiché que, educado por los colonizadores españoles, puso por escrito el legado cultural de su pueblo con caracteres del alfabeto latino. Entre sus páginas se recoge la cosmogonía y el pensamiento quichés adentrándose en la mitología maya. Ese trasfondo sirvió para que Millou y Tarade extrajeran de él algunos fragmentos. En ellos se decía «soy hijo del barro pero también del cielo estrellado», lo que para los franceses era una prueba indudable de que los mayas o algunas de sus divinidades colonizadoras procedían del espacio.
A esto hay que sumar otros elementos igual de «desestabilizadores». Al parecer, las sorpresas no se quedaban en la representación del astronauta sino que estaban incluso en el interior de la propia tumba. Millou y Tarade señalaban en «L'Enigma di Palenque» que los restos humanos descubiertos por Alberto Ruz no se correspondían con los de un maya. «Su morfología era totalmente diferente a la de los indios —señalaban los investigadores franceses—. Aparentaba unos 40 ó 50 años. Su talla, 1,73 mt., sobrepasaba en unos buenos 20 centímetros la altura media de los mayas, que era de 1,54». Según esta teoría, Pau Gasol, que con sus 2,15 metros supera en casi 40 centímetros la altura media de nuestros paisanos, podría muy bien no ser de Barcelona sino de Neptuno. Incluso yo, que mido 1,82, superando en 10 centímetros esta media nacional, podría haber nacido perfectamente cerca de Orión. Creo que tengo que hablar muy seriamente con mis padres.
LA LOSA DEL REY PACAL
Pero como es de esperar, la historia real es muy distinta. Vayamos por partes. El nombre original de Palenque en tiempo de los mayas debió de ser Nachan, apelativo que hace referencia a la «casa de las serpientes». Su esplendor se da en el periodo clásico superior de la civilización maya, esto es, entre el año 600 y el 950 de nuestra Era. Además del Templo de las Inscripciones, en Palenque destaca la presencia del Templo del Sol, el de la Cruz y, especialmente interesante para el caso que nos atañe, el de la Cruz Enramada. Muy posiblemente esos cuatro grandes edificios del recinto arqueológico de Palenque fueron levantados por el hijo y sucesor de Pacal, K’inich Kan Balam. Es posible que el Templo de las Inscripciones fuera levantado en su totalidad o en parte por el propio Pacal; sin embargo, parece claro para los arqueólogos que los otros tres grandes monumentos sí fueron construídos por su hijo con la única finalidad de dejar constancia de la divinización de su padre.
Como he comentado antes, Palenque fue descubierto en 1785. En aquel año el gobernador español de la zona era José de Estachería, cuyos trabajos conocemos gracias al cronista de Indias Juan Bautista Muñoz. Para entonces la selva había cubierto prácticamente toda la ciudad y apenas eran visibles las estructuras piramidales bajo la densa vegetación. Por lo tanto, el entorno arqueológico parecía claro para delimitar el cerco de la interpretación del polémico relieve con la figura de un soberano maya, y más en concreto, por el lugar en que nos encontramos con el propio rey Pacal. Aunque nunca dijo su nombre, fue precisamente Alberto Ruz el primero en señalar esta hipótesis, por otra parte, la más lógica de todas. Al mencionar el descubrimiento de una «tumba real» en sus informes, aunque él lo coloreaba con atribuciones y suposiciones, en el fondo de su corazón sabía que cuando se consiguieran descifrar los textos que rodeaban la losa, aparecería el nombre de Pacal.
Y aún así, hay que reconocer que no las tenía todas consigo. En el informe preliminar reconoció que el hombre enterrado en Palenque no era de origen maya:
«Nos sorprendió su estatura, mayor que la del maya medio de nuestros días —señala el arqueólogo mejicano—; y también el hecho de que sus dientes no estuvieran provistos de incrustaciones de piritas o jade, ya que esa práctica (como la de deformar artificialmente el cráneo) era habitual entre los individuos de las clases sociales superiores. El estado de deterioro del cráneo no nos permitió establecer con precisión si había sido deformado o no. A ese fin decidimos que posiblemente el personaje no era de origen maya, aunque estaba claro que había acabado por ser uno de los reyes de Palenque».
Dejando de lado la intrahistoria del personaje, no por su nula importancia en el tema que nos reúne sino porque no aportaba nada al significado real del conjunto de la losa del rey Pacal, ésta no representa a ningún astronauta sino que representa al propio rey en su tránsito hacia el mundo de la muerte. Por lo tanto, no hay representación alguna de cohetes, ni de manillares, ni de humo saliendo de las turbinas debido a una fuerte propulsión, sino símbolos que tienen su perfecto paralelismo en el mundo de las creencias mayas y de los que hoy se conocen otros ejemplos.
El hallazgo es desestabilizador en sí mismo, no por el hecho de que represente a un supuesto astronauta, teoría que como ahora desgranaré no tiene sentido alguno, sino porque da la vuelta a la tortilla al significado último que se atribuía a las pirámides en el mundo maya. El siguiente texto de Alberto Ruz clarifica este aspecto y nos introduce en el mundo del simbolismo de la losa:
«Esta "tumba real" de Palenque —señala el arqueólogo mejicano en su relato publicado en 1953 en el The Illustrated Newslondinense— también nos permite suponer que la actitud hacia los muertos mayas del halach uinic se aproximaba mucho a la de los faraones. La piedra que cubría la tumba parece confirmar esta apreciación y sintetiza en sus relieves algunos rasgos esenciales de la religión maya.
«La presencia aquí, en una losa sepulcral, de motivos que se repiten en otras representaciones, nos facilita quizá la clave para interpretar los famosos paneles de la Cruz y la Cruz Foliada (o Enramada) en Palenque, y también algunas pinturas de los códices. En la piedra en cuestión vemos a un hombre rodeado de símbolos astrológicos que representan el cielo —el límite espacial de la tierra del hombre y la morada de los dioses, donde el curso fijo de las estrellas marca el implacable ritmo del tiempo—. El hombre reposa sobre la tierra, representado por una grotesca cabeza con rasgos fúnebres, ya que la tierra es un monstruo que devora todo lo que vive; y si el hombre reclinado parece caerse hacia atrás es porque su inherente destino es caer a la tierra, el país de los muertos.
«Pero sobre el hombre se alza el bien conocido motivo cruciforme, que, en algunas representaciones es un árbol, en otras la estilizada planta del maíz, pero que siempre es el símbolo de la vida surgiendo de la tierra, la vida triunfante sobre la muerte».
Vayamos por partes. La propia representación del individuo que protagoniza la escena y que se supone ser el mismo que hay enterrado en la sepultura —al menos así lo señalan los textos de la losa—, cuenta con todos los elementos necesarios para encuadrar en la morfología típica de un maya.
Todo parece indicar que el relieve del «astronauta» no es mas que la representación de la divinización de Pacal, mandada realizar seguramente por su hijo K’inich Kan Balam. Por su parte, la «nave» o «cohete» no sería tal sino una elaborada representación de una cruz o Árbol de la Vida que vemos con frecuencia sobre relieves conservados no solamente en muchos lugares de Mesoamérica sino en el propio Palenque.
Ese tipo de cruz o árbol siempre tiene la misma estructura. En su parte superior el árbol está coronado por un pájaro quetzal, símbolo del dios Sol. El tronco está formado por ramas cubiertas por una serpiente, y de cuyos extremos surgen mazorcas de maíz antropomorfas. Finalmente en la parte inferior, junto a las raíces de la planta, léase el infierno, vemos un demonio. Éste es el esquema, podríamos decir «tipo», de la llamada cruz que podemos ver en varios lugares de Palenque como en el templo de la Cruz Enramada. Curiosamente en estos paralelismos que vierten luz sobre el verdadero significado del «cohete» de Pacal, se puede ver al propio soberano junto a la cruz haciendo de extremo de alguna de las ramas; una especie de antropomorfización vegetal de la divinización de Pacal.
UN VIAJE A LA MUERTE NO AL ESPACIO
Alberto Ruz ya adelantó esta interpretación al ver en la figura de la losa al rey Pacal reposando al pie del árbol de la vida, mientras su espalda descansa sobre el demonio en forma de esqueleto de los cuatro puntos cardinales. De esta forma quedaría una compleja propuesta iconográfica en la cual se podrían ver los tres planos del mundo de las creencias mayas, el subterráneo con sus demonios, el terrenal con el rey Pacal y finalmente el celeste con el pájaro quetzal, símbolo del Sol.
En cierto modo se puede ver un paralelismo grande con los mitos egipcios manifestados en el Libro del Amduat. Se trata de un texto religioso de la XVIII dinastía (ca. 1500 a.C.) en el que el rey es asimilado al Sol y debe superar el peligroso periplo del Sol por las doce horas de la noche para volver a renacer al día siguiente como el dios Ra. En la losa de Pacal, algunos investigadores han querido ver algo similar al entender que el rey es devorado por los demonios del averno para luego renacer con los rayos del Sol de un nuevo día.
A uno se le queda el cuerpo un tanto descompuesto después de leer la interpretación arqueológica del Señor Pacal. La interpretación astronáutica pierde todo su valor desde el principio. Como decía antes, a simple vista no es difícil ver que efectivamente el rey maya parece estar pilotando una nave o un cohete. Como curiosidad está francamente bien.
No obstante, es ilógico que los mayas diseñaran cohetes como los existentes en la década de 1960. Hoy, por ejemplo, la supuesta «tecnología» astronáutica de la losa perdería todo su significado ya que en pleno siglo XXI los cohetes no se emplean en el traslado de tripulantes al espacio sino que son naves mucho más sofisticadas. Por ello se ve una vez más un problema muy común entre los investigadores de los misterios del mundo de lo antiguo: intentar buscar en nuestro entorno diario paralelismos que den una explicación a representaciones que nos resultan sorprendentes. Y no hay error más grave en un investigador. Lo primero que hay que hacer es salir de nuestras coordenadas espacio-temporales e intentar pensar, en este caso, como un maya del siglo VII de nuestra Era. Por ello, si vamos un poco más allá, es lógico pensar que hay algo que no encaja en un razonamiento tan audaz.
Con los tiempos que corren es absurdo pensar que Pacal fuera un extraterrestre o que alguien se adelantó en casi tres siglos al ingeniero André Citroën cuando en 1910 abrió su primera fábrica de automóviles para diseñar años después el celebérrimo 2 CV.
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