Pese a que la historia oficial sigue en sus trece de defender a ultranza el llamado “descubrimiento de América” por parte de Colón a finales del siglo XV, llevamos ya décadas de hallazgos de múltiples pruebas e indicios de que América nunca estuvo realmente aislada ni era desconocida para muchos pueblos de la Antigüedad o de la Edad Media.
Así, la arqueología alternativa no solo ha puesto de manifiesto que el poblamiento humano de todo el continente es mucho más antiguo de los que los académicos reconocen, sino que ha aportado argumentos que apoyan la tesis de que diversos pueblos situados a uno y otro lado del Nuevo Mundo atravesaron los océanos Pacífico y Atlántico en épocas remotas y entablaron contacto con los antiguos indígenas americanos. Y lo que es más, ya hay muchas opiniones que hablan abiertamente de indicios de colonización, mestizaje, asentamientos estables, actividades económicas, intercambios culturales y hasta rutas comerciales habituales.
Toda esta relación transoceánica funcionó al parecer de forma intermitente, difusa y secreta, hasta que oficialmente los que apoyaron y financiaron al oscuro Cristóbal Colón decidieron montar la farsa del descubrimiento –pues sabían muy bien a dónde iban– a fin de iniciar una nueva etapa histórica, con la conquista del continente a manos de los civilizados europeos. Sin embargo, quedaron atrás diversas huellas dejadas a lo largo de muchos siglos que mostraban una clara presencia foránea imposible de ignorar. Y en este sentido, hasta incluso el estamento académico más conservador tuvo que admitir –a la vista de las pruebas arqueológicas– la llegada de los vikingos al norte de Canadá hacia el año 1000 d. C.[1], si bien consideró que tal presencia fue apenas una anécdota sin ninguna repercusión histórica. En cuanto a otras múltiples pruebas que van desde Alaska a la Patagonia, han sido sistemáticamente ignoradas.
No obstante, me ha llamado mucho la atención otra prueba bastante polémica de la que apenas se habla, pero que podría ser muy representativa de una dilatada presencia extraña en tierras americanas y además en tiempos muy remotos. Me estoy refiriendo a la gran explotación minera de cobre situada en la zona de los Grandes Lagos entre EE UU y Canadá, que sigue siendo un enigma de complicada explicación para la ortodoxia, que se ha limitado a atribuir esta gran actividad minera a las antiguas culturas nativas de la zona. Sin embargo, existen muchos datos y restos sobre el terreno que apuntan claramente hacia otra parte y que en su momento fueron recogidos por el investigador alternativo Phillip Coppens. Así, me complace incluir seguidamente el artículo que escribió hace unos años este autor belga en que se ponen sobre la mesa hechos muy indicativos de un posible comercio del cobre de alcance mundial en una lejana época que se podría remontar nada menos que a los propios inicios de la Edad del Bronce
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