Es bien sabido que existe desde hace siglos un viejo debate acerca del origen de las religiones y su trasfondo histórico y cultural, muy especialmente en el caso de las grandes religiones monoteístas. A este respecto, podemos afirmar que el estudio de las escrituras sagradas de estas religiones se suele enmarcar en el ámbito propiamente teológico, es decir, en las creencias. No obstante, existe otra vertiente que podríamos llamar “historicista”, que trata de situar los hechos narrados en un contexto real histórico, aunque éstos presenten obviamente una fuerte dosis de elementos sobrenaturales y de referencias espacio-temporales bastante discutibles. Así, por ejemplo, podemos apreciar que el Antiguo Testamento de la Biblia representa al mismo tiempo un relato histórico (desde el mítico tiempo de la creación del hombre) y un mensaje de tipo religioso, en el que se entremezclan las figuras de Dios, los ángeles y los demonios con el devenir del pueblo hebreo a través de los siglos. Otra cosa, desde luego, es poder casar lo narrado en la Biblia con los datos arqueológicos y en este campo parece haber muchas lagunas y falta de pruebas, lo que dejaría esta supuesta correlación en entredicho[1].
Si nos desplazamos ahora al Nuevo Testamento nos encontramos más o menos con lo mismo: un ser divino, hijo de Dios, que aparece en la época del dominio romano sobre las tierras de Israel/Palestina y difunde un mensaje religioso. La historia de Jesucristo fue trasmitida primero oralmente y luego recopilada en los llamados evangelios [2], dando así forma a lo que sería la religión cristiana, que se acabó por consolidar en la época del emperador Constantino como una creencia estructurada y sustentada firmemente en unos determinados textos sagrados y en un documento histórico, llamado el Testimonio Flaviano [3]. A partir de entonces, este dogma de fe se mantuvo incólume durante siglos y nadie puso en duda la existencia histórica de Jesús.
Sin embargo, ya desde el siglo XVIII empezaron a surgir algunas discrepancias en el ámbito académico acerca de esa supuesta historicidad del cristianismo, o para ser más precisos, en la propia existencia de Jesús. Así pues, algunos expertos en teología, historia y mitología se atrevieron a cuestionar la veracidad de los hechos expuestos en los evangelios, sobre todo cuando se realizaron diversos estudios comparativos entre el cristianismo y algunas religiones precedentes. Como resultado de estos estudios, y aun con la duda de determinar si realmente Jesús vivió en el siglo I de nuestra era [4], bastantes de estos autores coincidieron en subrayar las evidentes similitudes entre ciertas creencias paganas y el nuevo credo cristiano. Y yendo aún más allá, el poeta y egiptólogo británico Gerald Massey propuso a finales del siglo XIX unas inesperadas conexiones del cristianismo con la antiquísima religión o mitología egipcia, y más concretamente entre el dios Horus y el propio Jesucristo. Así, Massey destacó algunos paralelismos que resultan ciertamente llamativos, como por ejemplo que ambos nacieron un 25 de diciembre, que ambos murieron crucificados [5], que ambos tuvieron doce seguidores o que la clásica imagen de la Virgen con el niño Jesús coincide prácticamente con la misma representación de la diosa Isis con su hijo Horus en su regazo.
Sin embargo, ya desde el siglo XVIII empezaron a surgir algunas discrepancias en el ámbito académico acerca de esa supuesta historicidad del cristianismo, o para ser más precisos, en la propia existencia de Jesús. Así pues, algunos expertos en teología, historia y mitología se atrevieron a cuestionar la veracidad de los hechos expuestos en los evangelios, sobre todo cuando se realizaron diversos estudios comparativos entre el cristianismo y algunas religiones precedentes. Como resultado de estos estudios, y aun con la duda de determinar si realmente Jesús vivió en el siglo I de nuestra era [4], bastantes de estos autores coincidieron en subrayar las evidentes similitudes entre ciertas creencias paganas y el nuevo credo cristiano. Y yendo aún más allá, el poeta y egiptólogo británico Gerald Massey propuso a finales del siglo XIX unas inesperadas conexiones del cristianismo con la antiquísima religión o mitología egipcia, y más concretamente entre el dios Horus y el propio Jesucristo. Así, Massey destacó algunos paralelismos que resultan ciertamente llamativos, como por ejemplo que ambos nacieron un 25 de diciembre, que ambos murieron crucificados [5], que ambos tuvieron doce seguidores o que la clásica imagen de la Virgen con el niño Jesús coincide prácticamente con la misma representación de la diosa Isis con su hijo Horus en su regazo.
Finalmente, llegamos a la actualidad y aquí destacaremos la aportación del exreligioso catalán Llogari Pujol, que en compañía de su esposa, la historiadora Claude-Brigitte Carcenac, viene realizando desde hace años un riguroso estudio de los orígenes del cristianismo, lo que finalmente le ha llevado a asombrosas conclusiones siguiendo la mencionada pista egipcia. Según la teoría de Pujol y Carcenac, el cristianismo pudo ser fundado en Alejandría por judíos egipcios hacia el 70 d. C., tras la destrucción del Templo de Jerusalén. Allí se habrían “diseñado” unas nuevas creencias adaptadas a partir del culto al dios Serapis (de origen greco-egipcio), que compartía numerosos puntos en común con el cristianismo: la salvación personal por el arrepentimiento de los pecados, la monogamia, la adoración a una sagrada familia (Osiris, Isis y Horus), etc.
Profundizando en esta misma línea, en su reciente libro Érase una vez... Jesús, el egipcio, Pujol cuestiona seriamente la historicidad de la figura de Jesús y nos lo presenta como un personaje que poco o nada tiene que ver con la tradición judía y sí en cambio con la mitología y la narrativa egipcias, dejando bien patente que la redacción de los evangelios fue un acto de tergiversación, o más bien de creación de una falsa realidad que no encajaría en un contexto cultural y geográfico palestino y sí en un contexto egipcio [6]. En sus propias palabras, no cabe duda sobre esta identidad: “Todo lo que dice y piensa Jesús es egipcio. Todo lo que hace Jesús es egipcio. Todo lo que es, a nivel ontológico, es egipcio.”
Pujol nos introduce en su propuesta analizando cómo se compusieron los evangelios y cuáles fueron sus fuentes, ya no desde una perspectiva teológica sino más bien literaria. Para esta empresa, el autor se fundamenta en la técnica de la literatura comparada, a partir de la cual nos irá descubriendo la perfecta simetría interna entre la narrativa egipcia y los textos de los evangelios, vista la innegable semejanza entre argumentos, temas, expresiones, palabras... lo que sería –sin temor a exagerar– un plagio sabiamente maquillado.
Así pues, los evangelios, en vez de narrar unos hechos reales acaecidos en la provincia romana de Judea, habrían adaptado o “judaizado” unas historias ya muy antiguas de origen egipcio que se remontarían incluso a los Textos de las Pirámides. Sin embargo, Pujol centra aquí su atención particular en dos cuentos llamados Setme I y Setme II, siendo este último al que el autor dedica un análisis pormenorizado con el máximo detalle para exponer hasta qué punto se corresponde con los evangelios cristianos, evidenciando que de ningún modo se puede hablar de meras coincidencias.
Este riguroso estudio constituye el núcleo central del libro y cuenta con el apoyo de la parte gráfica para “escenificar” visualmente la inspiración directa de algunos famosos episodios del Nuevo Testamento en la citada narración egipcia. Pujol, en su análisis comparativo, va desgranado todas las claves de los personajes, situaciones, descripciones, símbolos y diálogos, y pone de manifiesto que la vida del Jesús judío es un calco de la del dios Si-Osiris, hijo de Setme y Mahistusket [7], y que en general toda la historia no es más que un plagio literario bien ejecutado. Incluso cierto periodo oscuro –y no explicado por los evangelistas– en el que no sabemos nada de la vida de Jesús (entre los 12 y los 30 años), se repite fielmente en el texto egipcio, si bien habría que decirlo al revés, para ser justos con el original...
Sólo a modo de ejemplo, cito esta comparación (sobre la infancia de Jesús):
Setme II:
«Y Setme anhelaba que el faraón le invitara a la fiesta, [...] el niño Si-Osiris comenzó a leer los escritos mágicos con los escribas de la Casa de la Vida, en el templo de Ptah. Y todos los que le oían se quedaban presos de admiración... Y cuando el niño Si-Osiris tuvo doce años, no hubo ni escriba, ni hombre culto en Menfis que le rivalizara en la lectura de las escrituras.»
Evangelio cristiano (Lucas, 2):
«Cuando Jesús cumplió doce años, sus padres lo llevaron a la fiesta, y el niño quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Le encontraron el templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos lo que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.»
En suma, el lector encontrará en este libro un amplio cuerpo de pruebas basadas en un exhaustivo estudio literario comparativo que pone bien de manifiesto que los principales textos del dogma cristiano están bajo sospecha de no ser “auténticos”. En efecto, estaríamos hablando aquí de una especie dereciclaje de un culto muy anterior en el tiempo y sin relación directa con el mundo hebreo (o judío). Por consiguiente, según Pujol, no habría en realidad prueba histórica fiable de la existencia de Jesús como personaje histórico [8]; antes bien, todos los indicios apuntan a que los evangelios constituyeron una calculada recreación literaria, en la que no sólo se copió el personaje de Jesús sino también otros muchos personajes secundarios.
Y ahora podríamos preguntarnos, asumiendo que hubo manipulación, si la institucionalización del credo cristiano, ya en tiempos de Constantino, no fue en realidad una gigantesca maniobra de tipo social-político-religioso para conseguir un culto unificado y fuertemente ligado al poder imperial, con la intención de expandirse por la mayor parte del planeta. Y siglos más tarde, algo no muy distinto ocurriría con Mahoma y los pueblos árabes, mezclando una vez más creencia y poder político. Sin duda, este sería tema para otra apasionante obra de investigación: ¿Quién maneja las religiones y con qué fines?
© Xavier Bartlett 2015
NOTAS
[1] Cabe resaltar que dos arqueólogos israelíes (Finkelstein y Silberman) han escrito un libro criticando precisamente la obsesión o prejuicio de ciertas investigaciones por demostrar la veracidad de los textos sagrados judíos, cuando en realidad los resultados de las excavaciones arqueológicas, en general, no sustentan la pretendida historicidad bíblica del pasado más remoto del pueblo judío.
[2] Es oportuno recordar que se redactaron varios evangelios durante los primeros siglos de nuestra era, pero que en su momento la Iglesia seleccionó y empaquetó cuatro de ellos (los llamados evangelios canónicos) como doctrina verdadera, frente al resto de textos, que quedaron como evangelios apócrifos.
[3] Se trata de una referencia no religiosa, sino histórica, a cargo del judío romanizado Flavio Josefo, que mencionó explícitamente a Jesús como un líder carismático en la Judea romana en su obra Antigüedades Judías, escrita a finales del siglo I d.C. Algunos autores creen que el obispo Eusebio, en el siglo IV, manipuló el contenido de este documento e incluyó la figura de Jesús.
[4] En referencia a esta duda, algunos especialistas lanzaron la propuesta de que Jesús como tal no habría existido, pero su figura estaría inspirada en un hombre real, un filósofo de aquella época llamado Apolonio de Tyana, cuyas enseñanzas serían próximas a la ortodoxia cristiana.
[5] De hecho, existen nada menos que 16 historias previas al cristianismo que nos hablan de divinidades salvadoras que acaban siendo crucificadas.
[6] Pujol considera que los nombres dados a los cuatro evangelios son del todo arbitrarios, una pura invención para tapar el hecho de que no sabemos quiénes fueron los escritores, aunque se ha especulado sobre un supuesto origen greco-egipcio.
[7] Literalmente “el Justo”, refiriéndose a José, padre de Jesús. Mahistusket, madre de Si-Osiris, es calificada como “llena de gracia”, y se le anuncia que ha sido la escogida por Dios para tener una criatura de talante divino.
Profundizando en esta misma línea, en su reciente libro Érase una vez... Jesús, el egipcio, Pujol cuestiona seriamente la historicidad de la figura de Jesús y nos lo presenta como un personaje que poco o nada tiene que ver con la tradición judía y sí en cambio con la mitología y la narrativa egipcias, dejando bien patente que la redacción de los evangelios fue un acto de tergiversación, o más bien de creación de una falsa realidad que no encajaría en un contexto cultural y geográfico palestino y sí en un contexto egipcio [6]. En sus propias palabras, no cabe duda sobre esta identidad: “Todo lo que dice y piensa Jesús es egipcio. Todo lo que hace Jesús es egipcio. Todo lo que es, a nivel ontológico, es egipcio.”
Pujol nos introduce en su propuesta analizando cómo se compusieron los evangelios y cuáles fueron sus fuentes, ya no desde una perspectiva teológica sino más bien literaria. Para esta empresa, el autor se fundamenta en la técnica de la literatura comparada, a partir de la cual nos irá descubriendo la perfecta simetría interna entre la narrativa egipcia y los textos de los evangelios, vista la innegable semejanza entre argumentos, temas, expresiones, palabras... lo que sería –sin temor a exagerar– un plagio sabiamente maquillado.
Así pues, los evangelios, en vez de narrar unos hechos reales acaecidos en la provincia romana de Judea, habrían adaptado o “judaizado” unas historias ya muy antiguas de origen egipcio que se remontarían incluso a los Textos de las Pirámides. Sin embargo, Pujol centra aquí su atención particular en dos cuentos llamados Setme I y Setme II, siendo este último al que el autor dedica un análisis pormenorizado con el máximo detalle para exponer hasta qué punto se corresponde con los evangelios cristianos, evidenciando que de ningún modo se puede hablar de meras coincidencias.
Este riguroso estudio constituye el núcleo central del libro y cuenta con el apoyo de la parte gráfica para “escenificar” visualmente la inspiración directa de algunos famosos episodios del Nuevo Testamento en la citada narración egipcia. Pujol, en su análisis comparativo, va desgranado todas las claves de los personajes, situaciones, descripciones, símbolos y diálogos, y pone de manifiesto que la vida del Jesús judío es un calco de la del dios Si-Osiris, hijo de Setme y Mahistusket [7], y que en general toda la historia no es más que un plagio literario bien ejecutado. Incluso cierto periodo oscuro –y no explicado por los evangelistas– en el que no sabemos nada de la vida de Jesús (entre los 12 y los 30 años), se repite fielmente en el texto egipcio, si bien habría que decirlo al revés, para ser justos con el original...
Sólo a modo de ejemplo, cito esta comparación (sobre la infancia de Jesús):
Setme II:
«Y Setme anhelaba que el faraón le invitara a la fiesta, [...] el niño Si-Osiris comenzó a leer los escritos mágicos con los escribas de la Casa de la Vida, en el templo de Ptah. Y todos los que le oían se quedaban presos de admiración... Y cuando el niño Si-Osiris tuvo doce años, no hubo ni escriba, ni hombre culto en Menfis que le rivalizara en la lectura de las escrituras.»
Evangelio cristiano (Lucas, 2):
«Cuando Jesús cumplió doce años, sus padres lo llevaron a la fiesta, y el niño quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Le encontraron el templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos lo que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.»
En suma, el lector encontrará en este libro un amplio cuerpo de pruebas basadas en un exhaustivo estudio literario comparativo que pone bien de manifiesto que los principales textos del dogma cristiano están bajo sospecha de no ser “auténticos”. En efecto, estaríamos hablando aquí de una especie dereciclaje de un culto muy anterior en el tiempo y sin relación directa con el mundo hebreo (o judío). Por consiguiente, según Pujol, no habría en realidad prueba histórica fiable de la existencia de Jesús como personaje histórico [8]; antes bien, todos los indicios apuntan a que los evangelios constituyeron una calculada recreación literaria, en la que no sólo se copió el personaje de Jesús sino también otros muchos personajes secundarios.
Y ahora podríamos preguntarnos, asumiendo que hubo manipulación, si la institucionalización del credo cristiano, ya en tiempos de Constantino, no fue en realidad una gigantesca maniobra de tipo social-político-religioso para conseguir un culto unificado y fuertemente ligado al poder imperial, con la intención de expandirse por la mayor parte del planeta. Y siglos más tarde, algo no muy distinto ocurriría con Mahoma y los pueblos árabes, mezclando una vez más creencia y poder político. Sin duda, este sería tema para otra apasionante obra de investigación: ¿Quién maneja las religiones y con qué fines?
© Xavier Bartlett 2015
NOTAS
[1] Cabe resaltar que dos arqueólogos israelíes (Finkelstein y Silberman) han escrito un libro criticando precisamente la obsesión o prejuicio de ciertas investigaciones por demostrar la veracidad de los textos sagrados judíos, cuando en realidad los resultados de las excavaciones arqueológicas, en general, no sustentan la pretendida historicidad bíblica del pasado más remoto del pueblo judío.
[2] Es oportuno recordar que se redactaron varios evangelios durante los primeros siglos de nuestra era, pero que en su momento la Iglesia seleccionó y empaquetó cuatro de ellos (los llamados evangelios canónicos) como doctrina verdadera, frente al resto de textos, que quedaron como evangelios apócrifos.
[3] Se trata de una referencia no religiosa, sino histórica, a cargo del judío romanizado Flavio Josefo, que mencionó explícitamente a Jesús como un líder carismático en la Judea romana en su obra Antigüedades Judías, escrita a finales del siglo I d.C. Algunos autores creen que el obispo Eusebio, en el siglo IV, manipuló el contenido de este documento e incluyó la figura de Jesús.
[4] En referencia a esta duda, algunos especialistas lanzaron la propuesta de que Jesús como tal no habría existido, pero su figura estaría inspirada en un hombre real, un filósofo de aquella época llamado Apolonio de Tyana, cuyas enseñanzas serían próximas a la ortodoxia cristiana.
[5] De hecho, existen nada menos que 16 historias previas al cristianismo que nos hablan de divinidades salvadoras que acaban siendo crucificadas.
[6] Pujol considera que los nombres dados a los cuatro evangelios son del todo arbitrarios, una pura invención para tapar el hecho de que no sabemos quiénes fueron los escritores, aunque se ha especulado sobre un supuesto origen greco-egipcio.
[7] Literalmente “el Justo”, refiriéndose a José, padre de Jesús. Mahistusket, madre de Si-Osiris, es calificada como “llena de gracia”, y se le anuncia que ha sido la escogida por Dios para tener una criatura de talante divino.
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