hermano menor de Urco y segundo en la sucesión, encabezó valerosamente la resistencia. Estatua de Pachacútec Inca, Cusco, Perú. (Ver en Google Maps). Cusi Yupanqui reclutó a algunas etnias vecinas para defender la ciudad del numeroso ejército enemigo, pero nadie quiso unírseles más que la etnia de los Canas. Ante esta adversidad, el príncipe acudió en sus rezos al dios creador Viracocha Pachaychachi, quien finalmente se le aparece en un sueño y le dice que enviará soldados para asistirlo en la lucha desigual, además de prometerle una aplastante victoria. Un día después del sueño, los chancas se apostan en la colina Carmenca, mirando hacia lo que pensaban sería una fácil conquista. La batalla es inminente entre los invasores y los defensores de la ciudad. Y es en este momento cuando lo impensado sucede: las piedras de los alrededores son transformadas en guerreros que atacan a los chancas a discreción, haciéndolos retroceder. Tal como había prometido el dios Viracocha al príncipe, los incas —motivados por este «acto divino»— ganan la batalla y, cumplido su cometido, los misteriosos soldados líticos vuelven a su forma original. Posteriormente, varias de las rocas que habían «cobrado vida» serían llevadas a diferentes templos y veneradas como huacas (ídolos). La gloria de Viracocha Hasta aquí la leyenda. Los historiadores ortodoxos creen que los soldados de piedra, llamados pururaucas, solo fueron parte de una astuta estratagema que consistió en disfrazar montículos de rocas como soldados y ubicarlos de tal manera que los chancas pensaran que los incas eran más numerosos. Otros afirman que muchas de las etnias que en un principio rechazaron participar del conflicto, esperaron a observar que bando lograba ventaja en el campo de batalla para unírsele, dando así la impresión de haber salido de la nada, de las propias rocas. No obstante, tal vez estas interpretaciones se queden chicas si pone a consideración el poder militar de los chancas y la naturaleza del dios Viracocha. Según supuestas fuentes incaicas, los Hanan chancas eran muy feroces al momento de la lucha, cuando capturaban al enemigo lo hacían prisionero de guerra. Les propinaban crueles castigos para demostrar al enemigo que no debían meterse con ellos; los escalparlaban, es decir, estando aún con vida los prisioneros les arrancaban la piel, los colgaban de cabeza para que la sangre se concentre en la parte superior del cuerpo y les hacían unos pequeños cortes en la parte frontal de los dedos de los pies, es ahí de donde comenzaban a arrancar la piel poco a poco, mientras el prisionero daba gritos despavoridos. Otra forma de intimidación consistía en hacer copas a partir de los cráneos de los prisioneros, en donde bebían la sangre de los enemigos. Los chancas tuvieron como deidad al felino y acostumbraban pintarse la cara y gritar en las peleas. Teniendo en cuenta semejante nivel sanguinario por parte de los chancas, es difícil siquiera imaginar que se asustaran a causa de piedras disfrazadas de soldados o que huyeran despavoridos ante algún ataque sorpresa de otra etnia que, matemáticamente, tampoco habría podido superar en potencia a su ejército. En cuanto a Viracocha, un «dios instructor» —al que se le pueden encontrar interesantes paralelismos con Kukulcán (maya), Quetzalcóatl (azteca), Oannes (sumerio), entre otros— es descrito como «el Hacedor» y, a la vez, como un —más mundano— «héroe mítico». También es conocido como el «dios de los báculos» o «de las varas», debido a que portaba uno de estos objetos que, si nos ceñimos a las leyendas y representaciones, tal vez podría ser o utilizarse como un arma. Las crónicas relatan que Viracocha «fue un hombre de mediana estatura, blanco y vestido de una ropa blanca a manera de alba ceñida por el cuerpo, y traía un báculo y libro en las manos». Foto: relieve de Viracocha en la Puerta del Sol, Tiahuanaco. Según cuenta el historiador Pedro Sarmiento de Gamboa, hubo una ocasión en que los habitantes de la localidad de Caxha decidieron matar a Viracocha, molestos por su «vestimenta y su porte tan extraño»: «Ya habían empuñado las armas contra él, cuando, enterado Viracocha de sus perversas intenciones, se arrodilló en un lugar llano, y elevó las manos plegadas y la mirada al cielo; y de lo alto llovió fuego sobre quienes estaban sobre la montaña y quemó todo el paraje; tierra y piedras ardieron como paja. El terror se apoderó de los malvados perseguidores ante aquel espantoso fuego, y corriendo se abalanzaron a donde estaba Viracocha, arrojándose a sus pies en demanda de gracia. «Viracocha, ganado por la compasión, fue al fuego y lo apagó con su cayado. Pero el monte quedó calcinado y las mismas piedras se habían quedado tan ligeras como consecuencia del enorme calor del fuego, que un hombre podía llevar ahora fácilmente alguna que habitualmente no podría haber transportado un carro, lo cual se puede hoy constatar. Y es cosa prodigiosa de este paraje y monte, que todo haya quedado arrasado en un cuarto de legua; se encuentra en la provincia de Collao». ¿Un cayado capaz de dominar los elementos de la naturaleza a voluntad? ¿Se trata, acaso, de un cayado tan poderoso como aquel que utilizaba Moisés para invocar a Yavhé y que éste interceda por su pueblo asolando tierras egipcias con espantosas plagas? Al igual que el dios de los hebreos, Viracocha pudo tener a su pueblo elegido en los incas y protegerlo de los chancas con una tecnología capaz de hacer levitar las piedras y utilizarlas como proyectiles. Es lógico pensar entonces que los sanguinarios chancas huyeran al presenciar esta «magia» que superaba no solo su capacidad militar, sino también su capacidad de comprensión.
lunes, 16 de abril de 2018
EL DIOS VIRACOCHA CONVIRTIÓ LOS SOLDADOS EN PIEDRAS
hermano menor de Urco y segundo en la sucesión, encabezó valerosamente la resistencia. Estatua de Pachacútec Inca, Cusco, Perú. (Ver en Google Maps). Cusi Yupanqui reclutó a algunas etnias vecinas para defender la ciudad del numeroso ejército enemigo, pero nadie quiso unírseles más que la etnia de los Canas. Ante esta adversidad, el príncipe acudió en sus rezos al dios creador Viracocha Pachaychachi, quien finalmente se le aparece en un sueño y le dice que enviará soldados para asistirlo en la lucha desigual, además de prometerle una aplastante victoria. Un día después del sueño, los chancas se apostan en la colina Carmenca, mirando hacia lo que pensaban sería una fácil conquista. La batalla es inminente entre los invasores y los defensores de la ciudad. Y es en este momento cuando lo impensado sucede: las piedras de los alrededores son transformadas en guerreros que atacan a los chancas a discreción, haciéndolos retroceder. Tal como había prometido el dios Viracocha al príncipe, los incas —motivados por este «acto divino»— ganan la batalla y, cumplido su cometido, los misteriosos soldados líticos vuelven a su forma original. Posteriormente, varias de las rocas que habían «cobrado vida» serían llevadas a diferentes templos y veneradas como huacas (ídolos). La gloria de Viracocha Hasta aquí la leyenda. Los historiadores ortodoxos creen que los soldados de piedra, llamados pururaucas, solo fueron parte de una astuta estratagema que consistió en disfrazar montículos de rocas como soldados y ubicarlos de tal manera que los chancas pensaran que los incas eran más numerosos. Otros afirman que muchas de las etnias que en un principio rechazaron participar del conflicto, esperaron a observar que bando lograba ventaja en el campo de batalla para unírsele, dando así la impresión de haber salido de la nada, de las propias rocas. No obstante, tal vez estas interpretaciones se queden chicas si pone a consideración el poder militar de los chancas y la naturaleza del dios Viracocha. Según supuestas fuentes incaicas, los Hanan chancas eran muy feroces al momento de la lucha, cuando capturaban al enemigo lo hacían prisionero de guerra. Les propinaban crueles castigos para demostrar al enemigo que no debían meterse con ellos; los escalparlaban, es decir, estando aún con vida los prisioneros les arrancaban la piel, los colgaban de cabeza para que la sangre se concentre en la parte superior del cuerpo y les hacían unos pequeños cortes en la parte frontal de los dedos de los pies, es ahí de donde comenzaban a arrancar la piel poco a poco, mientras el prisionero daba gritos despavoridos. Otra forma de intimidación consistía en hacer copas a partir de los cráneos de los prisioneros, en donde bebían la sangre de los enemigos. Los chancas tuvieron como deidad al felino y acostumbraban pintarse la cara y gritar en las peleas. Teniendo en cuenta semejante nivel sanguinario por parte de los chancas, es difícil siquiera imaginar que se asustaran a causa de piedras disfrazadas de soldados o que huyeran despavoridos ante algún ataque sorpresa de otra etnia que, matemáticamente, tampoco habría podido superar en potencia a su ejército. En cuanto a Viracocha, un «dios instructor» —al que se le pueden encontrar interesantes paralelismos con Kukulcán (maya), Quetzalcóatl (azteca), Oannes (sumerio), entre otros— es descrito como «el Hacedor» y, a la vez, como un —más mundano— «héroe mítico». También es conocido como el «dios de los báculos» o «de las varas», debido a que portaba uno de estos objetos que, si nos ceñimos a las leyendas y representaciones, tal vez podría ser o utilizarse como un arma. Las crónicas relatan que Viracocha «fue un hombre de mediana estatura, blanco y vestido de una ropa blanca a manera de alba ceñida por el cuerpo, y traía un báculo y libro en las manos». Foto: relieve de Viracocha en la Puerta del Sol, Tiahuanaco. Según cuenta el historiador Pedro Sarmiento de Gamboa, hubo una ocasión en que los habitantes de la localidad de Caxha decidieron matar a Viracocha, molestos por su «vestimenta y su porte tan extraño»: «Ya habían empuñado las armas contra él, cuando, enterado Viracocha de sus perversas intenciones, se arrodilló en un lugar llano, y elevó las manos plegadas y la mirada al cielo; y de lo alto llovió fuego sobre quienes estaban sobre la montaña y quemó todo el paraje; tierra y piedras ardieron como paja. El terror se apoderó de los malvados perseguidores ante aquel espantoso fuego, y corriendo se abalanzaron a donde estaba Viracocha, arrojándose a sus pies en demanda de gracia. «Viracocha, ganado por la compasión, fue al fuego y lo apagó con su cayado. Pero el monte quedó calcinado y las mismas piedras se habían quedado tan ligeras como consecuencia del enorme calor del fuego, que un hombre podía llevar ahora fácilmente alguna que habitualmente no podría haber transportado un carro, lo cual se puede hoy constatar. Y es cosa prodigiosa de este paraje y monte, que todo haya quedado arrasado en un cuarto de legua; se encuentra en la provincia de Collao». ¿Un cayado capaz de dominar los elementos de la naturaleza a voluntad? ¿Se trata, acaso, de un cayado tan poderoso como aquel que utilizaba Moisés para invocar a Yavhé y que éste interceda por su pueblo asolando tierras egipcias con espantosas plagas? Al igual que el dios de los hebreos, Viracocha pudo tener a su pueblo elegido en los incas y protegerlo de los chancas con una tecnología capaz de hacer levitar las piedras y utilizarlas como proyectiles. Es lógico pensar entonces que los sanguinarios chancas huyeran al presenciar esta «magia» que superaba no solo su capacidad militar, sino también su capacidad de comprensión.
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